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Cuento de la Reina Extraviada

De niña, la princesa jugaba sola en la floresta. Perseguía mariposas y se quedaba encantada siguiendo el lento avance de los caracoles sobre las hojas mojadas después de la lluvia. A veces se alejaba tanto en sus correrías que se perdía, tardaba horas en regresar a palacio y la guardia real había de salir en su busca.

Un día la princesa llegó al final de la floresta y se sorprendió al ver como ante ella se erguía una zarza metálica imposible de franquear.

Al poco llegaron los guardias que la llevaron de vuelta al palacio.

Cuando la princesa le dijo a su madre lo que había visto, esta le dijo que seguramente lo habría soñado. A partir de entonces, cuando salía al bosque lo hacía acompañada de la guardia real que nunca la dejó alejarse tanto como para alcanzar de nuevo la zarza. Con el tiempo la princesa llegó a olvidar que su reino era finito.

Años después la princesa se convirtió en su graciosa majestad.

Poco después de la coronación, la corte en pleno salió de cacería. A la cabeza de la misma iba la reina, montando un pura sangre joven, veloz y rebelde.

Al sonido de las cornetas de los cazadores, el caballo echó a correr desbocado. En nada, se habían separado del grupo lo suficiente como para perderlos a todos de vista.

Tras recorrer un gran trecho, el caballo fue a detenerse junto a la zarza gris que la reina reconoció como un sueño de su lejana infancia.

La reina comprobó que la zarza no era ningún sueño. Al tacto era fría como el metal de una espada, estaba hecha de hilos entrelazados, finos pero muy duros, imposibles de truncar con las manos. Su altura era como la de tres hombres. En lo más alto se enredaba en aros espinosos intrincados, imposibles de deshacer. Más allá de la zarza metálica, la floresta continuaba tan espesa como la que ella conocía.

La reina resiguió la zarza y no encontró ningún hueco por el que pasar al otro lado. La zarza rodeaba su reino por completo. Estaba claro que aquello no era una ocurrencia de la naturaleza y ya se veía pidiendo explicaciones a sus ministros sobre la existencia de aquella extraña maquinación.

Montó de nuevo sobre el caballo con la idea de regresar a palacio olvidando por completo la cacería. El caballo se había tranquilizado y trotaba ahora a paso ligero. La reina iba componiendo en su mente lo que pensaba decir ante sus ministros cuando el caballo dio un traspiés y ella se vio volando por los aires. En lugar de dar contra el suelo, siguió cayendo. Cayó por lo que parecía ser un túnel lo suficientemente ancho como para deslizarse por él sin tocar las paredes. La reina estuvo cayendo por aquel túnel durante horas. Tanto tiempo pasó que al final se durmió.

Se despertó en otro túnel. No se había hecho ni un rasguño en el viaje y al abrir los ojos tenía ante ella un animal de ojos rojos que le recordó a una ardilla. Se puso en pie y siguió al animal que se alejaba en dirección a una luz, con la esperanza de que la guiara al exterior y poder regresar así a la floresta. Pero cuando emergió del túnel, miró a lo alto y vio que tenía ante ella un muro gris. Sobre el muro centenares de ojos la miraban. Tras ellos, unas fantasmagóricas lámparas, colgadas de un techo abovedado, eran las fuentes de la luz que había visto desde el túnel.

¡Qué hace ahí esa mujer? ¡Se habrá caído a la vía! ¡Hay que subirla antes de que llegue el tren!, gritaron las personas encaramadas en el muro.

Ella comprendía lo que decían, pero desconocía el significado de algunas palabras como vía y tren.

Manos fuertes tiraron de ella y se vio elevándose sobre el muro.

No comprendía qué hacían todas aquellas personas allí, vestidas de manera tan extraña. Sin embargo, por sus comentarios, se diría que la que vestía de manera extraña era ella.

Debe venir de una fiesta de disfraces. Quizá se habrá escapado de algún sitio. Habría que avisar a la policía, decían.

Cuando se originó un fuerte viento que provenía del interior del túnel y que venía acompañado de un rugido todos se olvidaron de ella. Entonces un gigante de hierro emergió de las profundidades del túnel con gran estruendo. La reina se asustó tanto que echó a correr despavorida, para ello se tuvo que abrir paso ante la gente que se agolpaba peligrosamente alrededor del gigante de hierro. Cuando emergió de entre la muchedumbre, se encontró ante un laberinto de túneles. Mientras los recorría se preguntaba qué reino sería aquel, hecho de túneles y poblado de personas vestidas de gris, que se movían por ellos a gran velocidad, con la mirada perdida y que pasaban por su lado sin hacerle ninguna reverencia.

Subió por escaleras empinadas. Paralelamente a ellas, como por arte de magia, corrían arriba y abajo otras máquinas de metal que parecían tener dientes. Al final, llegó hasta una abertura por la que se veía un pedazo de cielo y árboles. La reina suspiró aliviada. Subió aquella última escalera con la esperanza de encontrarse de nuevo en su reino, en su floresta solitaria y tranquila.

Pero al salir al exterior, se encontró en un lugar aún más poblado que los túneles. Ríos de gente iban y venían, más máquinas de metal corrían sobre surcos en el suelo. La reina preguntó a un hombre qué lugar era aquel. El hombre le respondió sin mirarla que era el Paseo de Gracia y siguió su camino. Ella entendió el Paseo de SU Gracia, así que creyó que era una avenida dedicada a ella misma. Aquel lugar era sin duda una extensión de su reino, pensó, se accedía a él desde el otro lado de la zarza y ella había encontrado el portal por el que se llegaba hasta allí. Así que se sentó en un banco de piedra bajo un árbol y contempló hipnóticamente los vaivenes de unos hombres que recogían las hojas de los árboles que caían al suelo en aquel otro lado de su reino.

Entretanto, en palacio, se preguntaban dónde estaría la reina. La buscaron hasta la extenuación en la floresta. Solo encontraron su caballo paciendo en un prado. La búsqueda se alargó durante días y se amplió a todo el reino. Hubo quién dijo haberla visto vendiendo mercancía en una parada del mercado, otros decían haberla visto alejarse en un carromato de titiriteros, otros dijeron que la habían hecho prisionera unos piratas. Hubo más búsquedas, algunas detenciones y juicios, y hasta amenazas de ejecuciones públicas que nunca se llevaron a cabo. Con todo nunca logró a esclarecerse lo que le había acontecido a la reina. Consultada la maga del reino, esta dijo que la había visto con el ojo de su mente en lugar muy lejano y extraño, vestida con ropas simples, limpiando suelos como una simple sirvienta. Por tal insolencia la maga pagó con treinta días encerrada en una mazmorra.

Con el tiempo, y porque los estatutos del reino así lo disponían, coronaron a una prima hermana de la reina que aceptó gustosa el cargo de reina interina mientras no se tuvieran noticias de la titular.

ccalduch©20/9/2020

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Cuento de la Reina ImPerfecta

Una vez, en un reino lejano, nació una princesa perfecta que al hacerse mayor prometía convertirse en la reina perfecta. Sus facciones eran perfectas, sus peinados perfectos, sus poses perfectas, su habla una sinfonía ni simple ni complicada, siempre adecuada a la situación comunicativa. La reina madre estaba muy satisfecha con ella. A todo el mundo le decía: “Esta hija sí que me ha salido bien”, como si su hija fuera un cuadro o un dechado de virtudes compuesto por ella y que había que contemplarse desde unos metros de distancia.

 

A pesar de ser perfecta, la princesa no era altanera, aunque podría haberlo sido perfectamente si hubiera querido, por su condición perfecta, pero como de natural no tenía defectos, el de la altanería le resultaba también desconocido. Así, trataba a todo el mundo con cordialidad y deferencia, solo que a sus padres los trataba con más cariño y afecto que a los demás, como es natural en una hija perfecta. A sus hermanos los trataba con el afecto filial requerido por su condición de hermana menor pues comprendía que, aunque ellos la envidiaban y habrían querido verla muerta, esto era porque eran de natural imperfecto, y no siendo su culpa, se lo perdonaba.

 

Su madre, la reina, pensó que sería lógico escoger a la más dotada de sus retoños para ejercer la labor de monarca, independientemente del orden de nacimiento o su género. Así se lo comunicó al rey, que era más partidario de utilizar el criterio tradicional para escoger al futuro rey, pero la reina se empeñó en que los criterios del orden de nacimiento y género eran propios de otras épocas. Tanta fue su insistencia que finalmente el rey se avino a escoger a su hija perfecta de entre todos sus hijos para ser la heredera al trono.

 

También los súbditos, una vez consultados, se declararon satisfechos de contar con una reina perfecta, después de siglos de sufrir a gobernantes mediocres y ambiciosos que los habían llevado a guerras cruentas, o gobernantes que por desidia o estupidez los llevaban al estancamiento económico, viéndose así menguada la prosperidad general.

 

Claro que escoger a la hija menor de los reyes como monarca no sentó bien a sus hermanos, que por ello planearon su muerte a manos de sicarios contratados en plazas lejanas. Pero siendo los hermanos de la princesa imperfectos y no demasiado listos, el complot ideado para acabar con la vida de la princesa pronto quedó al descubierto, pues uno de ellos le reveló detalles comprometedores a un espía de la corte en una taberna, y así fue como los ocho hijos de los reyes acabaron presos en un torreón. Cuando la princesa ascendiera al trono, se esperaba que, al ser perfecta, no guardaría rencor en su corazón a sus hermanos y que los perdonaría y liberaría tras prometer ellos no volver a atentar contra su vida, so pena de que si volvían a hacerlo, esta vez sí, perderían la cabeza en el cadalso.

 

***

 

Consultados los astrólogos y meteorólogos del reino se decidió que la coronación tendría lugar el día del solsticio de verano del año en que la princesa cumpliera los veintiún años. Los augurios de los astros para ese día eran favorables y el tiempo, por su parte, prometía ser cálido y agradable, sin llegar a ser tórrido.

Pero llegado el día esperado, el cielo amaneció negro y tapado por nubes, contrariamente a lo prometido por el meteorólogo de la corte que, tras recibir la llamada de la reina madre para dar cuentas de su pronóstico equivocado, se dio a la fuga.

La reina madre siempre había considerado la lluvia un fastidio insoportable porque le recordaba que su poder sobre la tierra era limitado. Siendo imperfecta, no recordaba la necesidad de agua que tenían los campos, los ríos y los animales. Le preocupaba también lo que pensarían los invitados si llovía sobre sus cabezas durante la coronación, ya que en el tejado de palacio se habían detectado goteras en una inspección reciente. Así las cosas, habrían de usar paraguas aunque estuvieran intramuros. ¿Tendrían paraguas para todos en palacio? ¿Y quién había de sostenerlos sobre las cabezas de los monarcas? Eran algunas de las preguntas de logística que a la reina madre le quitaban el sueño.

Como fuera, la ceremonia no se podía retrasar ni un día. La reina quería que los invitados que llenaban incómodamente el palacio real se marcharan cuanto antes. Eran tan numerosos que algunos reyes y príncipes habían tenido que ser alojados en estancias compartidas. Por otro lado, los monarcas habían venido acompañados por sus animales de compañía, entre los que se incluían iguanas, elefantes y jirafas, que deambulaban libremente por los jardines de palacio destrozando los setos, comiéndose las flores y bañándose en el foso, y hasta una jirafa atrevida se había asomado por la ventana de la estancia de la reina dándole un susto de muerte. Pero lo peor de todo era que el rey salía de paseo con los otros monarcas a diario, dejándola a ella sola para ocuparse de todos los pormenores de la coronación. A la reina no se le escapaba que ahora que estaba próxima su jubilación, el rey se comportaba como un jovencito irresponsable y caprichoso y ella se veía sola como única garante de la responsabilidad y buen hacer en palacio.

 

***

 

Como si estos contratiempos fueran pocos, la hija perfecta se despertó el día de la coronación con una indisposición paralizante, declaró no poderse mover de la cama y pidió que retrasaran la ceremonia.

Ante tal estado de cosas, la reina madre fue llamada a la cámara de su hija con urgencia.

La indisposición podía ser producto del nerviosismo, pensaba la reina madre mientras cruzaba a toda prisa los pasillos que separaban su cámara de la de su hija, aunque no alcanzaba a comprender que algo así pudiera ocurrir, porque ni siquiera de niña había conocido su hija la enfermedad, ni mucho menos conocía lo que era un estado de nervios, más propio de personas imperfectas.

A las nueve de la mañana entró la reina madre en la cámara de su hija perfecta y le habló así:

–Hija mía, ¿qué te ocurre?

–Madre mía, estoy enferma –dijo la hija perfecta que seguía en cama, tapada con las mantas hasta la barbilla.

–Eso es imposible –dijo la madre, que para demostrarlo le besó la frente con labios de madre para asegurarse de que no tuviera calentura y luego le hizo mostrarle la lengua.

–A ti no te pasa nada, tú lo que no quieres es coronarte –concluyó la reina madre sagazmente.

–Es que, madre, no pensé que este día fuera a llegar tan pronto –dijo la hija perfecta– Yo llevo una vida perfecta y temo que se malogre si me convierto en reina. ¿No podríamos esperar?

–¡Ni hablar! –tronó la madre–. ¡El rey y yo nos merecemos un descanso después de cincuenta años gobernando!

–Pues, escoged a uno de mis hermanos, cualquiera de ellos estará encantado de ser rey –pidió de nuevo la hija perfecta.

–Eso es imposible. Ya sabes cómo son tus hermanos. Vamos, no se hable más. Ahora mismo te levantas de la cama y a coronarte –concluyó la reina tirando con fuerza de las mantas de la cama, a lo que la princesa perfecta respondió tirando a su vez de las mantas para volver a taparse.

En ese tira y afloja pasaron madre e hija un buen rato hasta que la reina madre cayó agotada y se dio por vencida. A continuación, salió de la estancia en busca del rey, mascullando maldiciones contra él pues este andaba jugando a los dados con los otros reyes en el jardín de palacio, entre grandes risas y jolgorio.

Al ver aparecer a la reina madre, los monarcas que acompañaban al rey se echaron a un lado diligentemente y fingieron no oír la conversación que tuvo lugar a continuación:

–Tu hija no se quiere coronar –anunció la reina–. Ya me dirás qué hacemos.

El rey se rascó la cabeza. La reina madre sabía que si él producía algún tipo de sugerencia al respecto sería del todo inútil. Aun así, no quería cargar ella sola con el peso de este asunto también.

–Habrá cambiado de opinión –dijo el rey.

–¿Qué quieres decir? –preguntó la reina.

–Pues que si antes quería ser reina y ahora ya no –siguió el rey– es que ha cambiado de opinión.

–¿Qué más dará su opinión? –dijo la reina que empezaba a impacientarse–. ¿Acaso a ti te preguntaron tu opinión cuando te hicieron rey?

–No, y de haberlo hecho me habría negado, la corona es muy pesada. Si tu hija no quiere ser reina no la puedes obligar –concluyó el rey.

–Nunca me ayudas en nada –masculló la reina que ya notaba las primeras gotas de lluvia en el rostro.

–En el fondo no quieres mi ayuda, nunca la has querido, te bastas y sobras tú sola –respondió él y se volvió a su juego de dados.

Sin más preámbulo se abrió el cielo y empezó a diluviar.

Los monarcas salieron corriendo en busca de cobijo, desertando del jardín y de los juegos de dados.

La reina madre volvió a palacio. Pidió por su hija y le dijeron que seguía en cama. Perdidas todas sus esperanzas de que aquel día acabara bien, la reina deambuló por palacio pensando en su desgracia y soledad. Sus hijos estaban presos, su hija se negaba a convertirse en reina y su marido era un egoísta. Sentía ganas de llorar así que se escondió en el salón del trono, vacío, en el que estaba entrando la lluvia a raudales, se sentó en el trono y se cubrió la cara con las manos. No había podido exhalar aún el primer sollozo cuando se abrió la puerta. Era el capitán de la guardia real.

–Señora, los presos amenazan con una rebelión –dijo el capitán–. No hay sitio para todos en prisión y no cuento con personal suficiente para contenerlos.

–Suéltalos –dijo la reina.

–¿Señora? –titubeó el capitán.

–Declaro la amnistía –dijo la reina, que cansada de ser siempre ella la que había de tomar las decisiones difíciles y sensatas se había propuesto por una vez ir en contra de su instinto.

–¿No habría que consultar antes al rey, majestad? –preguntó el capitán.

–No, ¿para qué? –dijo la reina–. Se hará lo que yo diga. Suéltalos.

–Sí, señora –dijo el capitán que salió de la estancia dando grandes zancadas ya que el agua le llegaba ya a las rodillas.

Será divertido ver qué ocurre cuando en el reino se mezclen malhechores y maleantes con cientos de monarcas llegados de todas partes del mundo, pensó la reina al tiempo que se le dibujaba una sonrisa maliciosa en el rostro. Mientras tanto el agua le llegaba ya por la cintura, pero ella en su imperfección no se había dado cuenta.

ccalduch©6/9/2020

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