El aguinaldo

A eso de la una de la tarde sonó el timbre y se levantó a abrir. Al hacerlo, el dolor le saltó encima como un ladrón. Sobre todo a las rodillas.

Era el portero, que le subía la pila de felicitaciones de Navidad que el cartero había traído para ella, como cada año a principios de diciembre.

–Espera a ver si tengo suelto –dijo, y fue a por su monedero, y al volver, preguntó–: ¿Qué es ese jaleo en la calle?

El portero le explicó que estaban buscando el origen de un escape de agua en la calle. Desde las nueve estaban taladrando el suelo y cuando paraban de taladrar se oía el ruido infernal del generador eléctrico que daba potencia a la maquinaria.

–Llevan toda la mañana dale que dale –se quejó ella como si el portero pudiera hacer algo.

–No está la cosa como para desperdiciar agua –dijo él.

–Supongo, ten, gracias –dijo ella, y le dio un billete.

Luego, con la pila de tarjetas en la mano, cerró la puerta. 

Las postales eran como siempre de sus parientes, próximos y lejanos, reales e imaginarios. A todos contestaría, a todos sin dejar a uno, y en las postales iría incluido un billete, de veinte o de cincuenta, según. Ellos lo esperaban cada año y ella no los defraudaba. No podía dejar de hacerlo. Era una tradición que su padre había iniciado y ella había seguido, y si la interrumpiera sería muy extraño y habría inquisiciones. 

Como cada año, se sentaría a escribir las postales que había comprado en la papelería de siempre. Escribiría con su letra estirada, ligeramente inclinada hacia la derecha, las cuatro fórmulas tradicionales, y al final firmaría, Recibe un abrazo de tu prima, tu tía, tu sobrina… –o cualquiera que fuera el parentesco en cada caso– y añadiría un billete del montón que había sacado de la cartilla el día anterior. Además de a sus parientes, felicitaba de similar manera al portero, a la modista, a la carnicera y al cobrador del muerto. Y en general, atendía a todo aquel que se aproximara a ella, ya fueran parientes o conocidos cercanos o de vista.

Pensaba que otras “tietas” de su edad –solteronas emancipadas, que como ella ya rozaban los setenta– quizá se mostrarían menos generosas con sus parientes. Pero a ella no le importaba si no la visitaban nunca, aunque se lo pidiera cada año en la tarjeta, como de pasada (a ver cuándo nos vemos). Alguna vez había imaginado que les llevaba ella misma las tarjetas a su casa, sin avisarlos previamente. Imaginaba que veía las ventanas iluminadas desde la calle y se veía llamando a la puerta, entonces le abrían y todo eran sonrisas y exclamaciones: ¡Tía! Qué ilusión que hayas venido! Pero pasa, no te quedes en la puerta…

Sin embargo, nunca se atrevería a hacerlo. Sería una imposición fea obligar a alguien a recibirla, forzarlos a abrir para ella una caja de galletas o hacerle café, sólo porque ella hubiera tenido la ocurrencia de llevarles la postal en mano. No le gustaba el falso agradecimiento. Tampoco habría querido inmiscuirse, como si el billete le otorgara algún derecho. No era fácil pedir ayuda, algunos debían sentir que se rebajaban al hacerlo, y con el esfuerzo ya pagaban.

Pero por algún motivo, aquella mañana no se sentía con ganas de sentarse a escribir las tarjetas. Además, el jaleo en la calle no la dejaba pensar. Y se le estaba ocurriendo una idea. Y si en lugar de enviar un billete de veinte o de cincuenta enviaba uno de cien –porque ¿qué podía comprarse hoy día con un billete de veinte o de cincuenta? En cambio, con uno de cien, ya podía uno apañar una buena cena de Navidad.

Miró la hora. Era la una y seguramente en el banco ya no la atenderían, con esas raras normas que habían impuesto. Iría al día siguiente. 

Hacía calor en la casa y abrió el balcón. En la calle, los operarios habían dejado de lado su actividad del demonio y se preparaban para ir a comer al bar de la esquina, según oyó que decían. Mientras recogían, hablaban entre ellos. Uno dijo algo así como cambiar a una de sesenta por tres de veinte, y los demás se echaron a reír.

A ella siempre la había llamado la atención aquella presunción del macho, como si tres jóvenes de veinte años fueran a estar disponibles para cualquiera tan fácilmente. Se recordaba, con veinte años, muy selectiva. Le parecía tan absurdo como aquello de las setenta y dos vírgenes que alguna religión prometía a sus mártires en el más allá, una vida que se suponía lujuriosa a pesar de transcurrir en el cielo. En contra, a cada mujer la esperaba un solo hombre. Extrañas matemáticas aquellas.

Con el gusanillo en el estómago, escarbó entre las tarjetas. No todas eran siempre de parientes necesitados. Alguna había genuinamente de felicitación. De entre estas, su favorita era una cuyo remitente ella adivinaba por la letra, tan cuidada y angulosa, y antes de abrirla adivinaba también el mensaje: 

Querida Ana, espero que estés bien, si pudiéramos vernos un día de estos me haría mucha ilusión. Cesc.

Siempre sentía el mismo estremecimiento al leer aquellas escuetas líneas y el nombre al final. Esto se repetía sin grandes cambios desde los últimos treinta años, lo único que había cambiado era la efigie en el sello y la calidad del papel y de las postales. Pero esa postal, la incondicional, no estaba hoy entre la pila.

2. 

Al día siguiente, fue al banco. Llegó antes de que abrieran. Las normas de los bancos habían cambiado mucho en los últimos tiempos y era difícil adivinarlas, así que era mejor pillarlos desprevenidos cuando llegaban todos somnolientos a la oficina y andaban aún algo despistados. 

En la puerta la atendió un joven tras una especie de tarima. La hizo pasar y sentarse a una mesa redonda donde habría de esperar a que alguien bajara de la planta superior y se ocupara de ella. Ya no había ventanillas y el sistema era algo confuso. A la mayoría de los clientes los mandaban a pelearse con los cajeros, pero a ella la atendía personalmente el director o el subdirector de la oficina, según el día.

Esta vez fue el subdirector quien bajó la escalera. Ágil, sonriente, con un ordenador en la mano. Era un muchacho de muy bien ver, que lucía una gruesa alianza de oro en el anular que, supuso, cumpliría más o menos bien su función disuasoria. Hasta a ella, que podría ser su madre, no le habría importado hacerle un favor detrás de una mampara. 

Hacía tiempo que no lo veía y le pareció recordar de la última vez que hablaron que esperaba un hijo.

–¿Cómo está la familia, Esteban?

–Muy bien, gracias, aún esperando. 

–Quien espera, desespera.

–Sí, supongo. Usted dirá, señora Casas.

–Necesito diez billetes de cien.

El muchacho la miró con extrañeza en su bello rostro y señaló la pantalla del ordenador.

–Hace dos días hizo una extracción de quinientos euros, ¿se acuerda?

–Sí, me acuerdo perfectamente. Aún no estoy tan chocha. 

–Perdone. No quería decir eso…

–No importa. Te lo explicaré si te interesa. Es por las navidades, tengo muchos parientes y mucho regalos que hacer. No te preocupes, nadie me está timando, ni me lo gasto en el bingo, aunque sería una opción.

Recordaba claramente las ocasiones en que su padre la hacía ir con él al banco de niña. En aquella época en la oficina había muchas ventanillas y colas largas ante ellas. Para su padre, el dinero era lo primero, porque de niño no lo había tenido y de mayor había trabajado mucho para conseguirlo y conservarlo. Así que conocía bien la diferencia entre una vida con dinero y una vida sin dinero, y quería que su hija también la conociera. Le había abierto una cartilla al nacer para enseñarle el hábito del ahorro y desde siempre ella llevaba al banco el dinero que le daban para las fiestas y en sus cumpleaños. Ante las ventanillas esperaban turno y cuando llegaba el suyo, su padre la alzaba en brazos para que viera como el cajero contaba rápidamente los billetes y marcaba en la cartilla la cifra del ingreso, la fecha y el total. 

Aquel muchacho tan guapo aún no habría nacido por aquel entonces, ni habría conocido tal sistema, pero tenía igualmente los dedos ágiles, acostumbrados a la tarea de contar billetes. 

–Aquí tiene, diez de cien. Tenga cuidado por la calle.

–Descuida –dijo ella, dejando caer los billetes en su bolso.

No le preocupaba demasiado si le robaban, de donde habían salido aquellos billetes había otros iguales esperando a ver la luz del día. Ella, a diferencia de su padre, siempre había tenido dinero y ningún reparo a la hora de gastarlo.

En la calle hacía un sol espectacular. Nada de frío para la época y le sobraba el abrigo. Algo de razón habría en aquello tan cacareado del calentamiento global.  

3. 

Entró en el edificio con las suelas mojadas. En la calle seguía brotando el agua misteriosamente de entre los adoquines. Se limpió los zapatos en el felpudo antes de pasar al vestíbulo, donde abrió el buzón. Nada. Quizá no había pasado el cartero aún. Debía ser eso. Era temprano y el portero tampoco estaba en su garita. 

No había motivo para pensar que este año él no le mandaría una postal. Un ligero retraso en el correo podía ser la más simple explicación. Normalmente la explicación de la mayoría de las cosas era la más simple. 

Ya en casa, se sentó en el comedor, decidida a escribir de una sentada las felicitaciones de Navidad, cada una con su flamante billete dentro. Si su padre pudiera, de alguna manera sobrenatural, enterarse de que había aumentado el aguinaldo de forma exponencial, le daría un soponcio. Siempre fue partidario de la caridad, pero como con el beber y el comer, en moderación.

Tenía el balcón medio abierto y a las nueve en punto volvió a oír el taladro en la calle. Mientras escribía y metía un billete en cada sobre, casi sin darse cuenta paraba la oreja a lo que decían los operarios cuando hacían una pausa. Normalmente eran vítores y aspavientos cuando pasaba alguna vecina de buen ver. 

A ella nunca la habían vitoreado por la calle. Quizá en su época los operarios no eran tan atrevidos. 

Cesc nunca se habría atrevido a hacer algo así. Se habría muerto de la vergüenza. Era sobrio y serio, pero afable. De todos los que conoció fue el que más le gustó. Con aquella mata de pelo recio y negro, los ojos grandes y oscuros y aquella barba espesa, y tan tímido como un colegial. Durante una temporada salieron a pasear, al cine y a los bailes. Pero él no bailaba. Decía que no sabía, así que se pasaban la hora sentados, mirándose de soslayo y sorbiendo horchata o refrescos, que ella insistía en pagar a medias. La economía de su familia no era demasiado boyante. Él trabajaba de mecánico y con su sueldo ayudaba en su casa. Ella sabía aquello por su padre, puesto que sus árboles familiares estaban emparentados por las ramas altas, de una manera compleja, que a su padre, por algún motivo, le disgustaba mucho.

Quizá se había olvidado. O quizá se habría cansado ya de no recibir respuesta. O quizá era un ardid, para que ella se pusiera en contacto con él.No tenía por qué pensar que había algún motivo irresoluble. Pero el gusanillo no la dejaba concentrarse, y entre eso y el jaleo en la calle, cometió errores al escribir y alguna postal se zanjó con un buen borrón. 

Cuando acabó, fue hasta el teléfono y marcó el número sin pensárselo. 

–Diga –la voz era masculina pero con tintes de juventud.

–¿Puedo hablar con Francesc Farré? 

–Ahora no se puede poner. ¿Quién lo llama?

–Del banco.

–¿Del banco? –incredulidad–. ¿Y cuál es el motivo de la llamada?

–Felicitarle las fiestas.

–¡A timar a su … madre! –gritó el joven antes de colgar.

A ella le temblaban las manos y las piernas y se tuvo que sentar en el sillón. Y como si fuera poco, el teléfono sonó de repente, sobresaltándola aún más. Dejó que pasaran tres timbrazos, respiró hondo y respondió:

–Diga.

–Oiga, usted no es del banco y la voy a denunciar a la policía –era la misma voz juvenil de antes.

–No. Mira, soy una vieja amiga de Cesc y quería hablar con él para felicitarle las fiestas. No sé por qué he dicho eso del banco, me he puesto nerviosa, discúlpame.

Silencio denso.

–Haber empezado por ahí –la voz sonaba más pacífica ahora–. Mire, señora, mi abuelo no está muy bien, si son amigos quizá querría pasar a verlo. 

–No quisiera molestar.

–No es molestia. Dice el médico que le hace bien recibir visitas. ¿Tiene la dirección?

–Sí, la tengo, gracias.

4.

Todas las casas tienen su olor particular, menos la de uno, que no huele a nada. Eso pensó cuando llegó a aquella casa en la que podía haber vivido como reina y señora, y en la que no había entrado nunca hasta ese día, una casa que olía a limpio, a lejía y a medicinas, sita sobre el taller de coches que Cesc regentó durante más de treinta años.

En la puerta esperaba un muchacho muy joven, alto y delgado. Tenía la misma mirada afable de Cesc, aunque la sonrisa era más descarada y la mandíbula más angular, más fuerte, los ojos de un azul claro y el cabello castaño que le caía desordenadamente sobre la frente. 

Le tendió la mano que él cogió entre las suyas, grandes y algo callosas, sin saber bien qué hacer con ellas, pero sin apretar, como si intuyera la fragilidad que asolaba aquellos huesos antiguos.

–¿Eres Óscar?

–Sí, pase, por favor.

–Gracias.

–Se ha puesto contento cuando le he dicho que tendría visita.

–¿Crees que se acordará de mí?

–Depende. A ratos desvaría. Por aquí.

Pasaron a un salón de aire espeso, escasamente poblado con muebles viejos y algunos cuadros. 

Junto a una ventana cerrada, un anciano sentado en un sillón individual, en batín, con las rodillas tapadas con una manta, y atado a una máquina de oxígeno miraba sus manos como si echara en falta algo. Ella recordó de repente que él fumaba mucho y que cuando acababa un cigarrillo tiraba al suelo la colilla y la remataba aplastándola bien con el zapato, y luego encendía otro casi al momento.

–Abuelo, tienes visita.

El hombre levantó la mirada y miró al frente sin verla. Tenía los ojos vidriosos y dilatados. Ella se acercó lentamente y se sentó a su lado. 

–Hola, Cesc. Soy yo, Ana. ¿Cómo estás?

–¿Ana?

–Sí.

Se dieron la mano y estuvieron mirándose durante un buen rato como para cerciorarse de que de verdad eran ellos. 

5.

Él le llevaba diez años. Como ella, iba algo tarde. Ella no se acababa de decidir por ninguno aunque su padre la apretaba para que lo hiciera, mientras él se cuidaba de su madre, viuda. Se conocieron en la boda de unos parientes y ya no hubo forma de separarlos. Desde el principio, a su padre no le gustó la idea de que anduviera con él. Ella no lo entendía. Cesc era muy cortés y educado, más que ningún otro que conoció. Nunca intentó nada y quizá debería haberlo hecho. Quizá todo habría ido mejor si lo hubieran hecho.

Una vez, poco antes de las navidades, fueron a un baile y al salir, pasearon por la calle cogidos de la mano. Su mano era fuerte y cálida. Fue lo más íntimo que hicieron nunca, aparte de mirarse a los ojos y ver todo el firmamento en ellos.

La última vez que se vieron, él la llamó con urgencia. Era mitad de la semana, pero ella no reparó en el detalle. Imaginó que tendría alguna buena noticia que darle que no podía esperar al fin de semana. Quizá le habían aumentado el sueldo, o quizá le tenía que proponer algo importante, o las dos cosas.

Quedaron en el centro, en un café. Era media mañana y ella ni se preguntó cómo lo haría él para escaparse del taller, demasiado ocupada pensando en qué podía ser aquello tan urgente que tenía que decirle. Llegó antes que él y se sentó a esperar. Pidió una horchata y se la bebió rápidamente antes de que él llegara. Después, cuando acabó todo, el sabor amargo de la bebida le volvió a la boca y tuvo que correr al baño a vomitar.

Cesc llegó al cabo de un rato, vistiendo el mono azul del taller. Ni siquiera se sentó.

–¿Qué es, qué pasa? –preguntó alarmada, al verlo tan serio, imaginando algún agravio en el trabajo, o alguna cuestión desagradable con su familia.

–Esto.

Tiró en la mesa un sobre, en el que ella reconoció la letra de su padre.

–¿Qué es esto?

–Léelo.

Ella sacó una postal navideña del sobre y la abrió. Sobre la mesa cayeron unos billetes de la época, de alto valor. En letra de su padre, la tarjeta le informaba a Cesc que debían dejar de verse, que ella lo sentía mucho, pero que no podía ser, que él era bueno y trabajador, pero que ella quería a otro. Ella misma le había pedido a su padre que le escribiera contándoselo, puesto que no se atrevía a hacerlo. Le deseaba lo mejor en la vida y le pedía que no volviera a llamarla. Sobre el dinero, ni palabra, como si no necesitara de explicación. 

–Pero no creerás que esto es verdad, es mi padre que no soporta… ¡Cesc!

Antes de que pudiera decir nada más, él ya se había ido. 

6.

¿Se acordaría él de aquella historia?, se preguntaba mientras sentada a su lado oía su respiración trabajosa y el runrún de la máquina de oxígeno. ¿Se acordaría de que le escribió de su puño y letra, más de un carta porque él no quería verla y le colgaba el teléfono cada vez que lo llamaba, y aquella vez que fue al taller a hablar con él y la echó? ¿Se acordaría de sus cartas en las que le decía que nada de lo que decía su padre era verdad y que con su golpe de orgullo sólo había conseguido darle una satisfacción y que se saliera con la suya? ¿Se acordaría de que ella le contaba que se había enfrentado a su padre y le había lanzado el dinero a la cara y le había dicho que lo odiaba con toda su alma y que nunca podría perdonarlo?

–Ana… ¿eres tú?

–Sí.

–¿Cómo estás?

–Bien.

–Gracias por venir.

–De nada.

¿Se habría enterado él de alguna manera que como castigo a su padre ella no se había casado, ni le había dado nietos y que cuando su padre fue demasiado mayor como para cuidar de sí mismo lo había llevado a una residencia y sólo lo había ido a ver cuando la llamaron para decirle que se estaba muriendo?

–Han pasado muchos años.

–Cuarenta.

–¿Tantos?

–Sí.

Para ella cada año había sido una condena. Él habría sido capaz de empujar el tiempo, quizá. Se casó, tuvo una hija, abrió el taller y ganó dinero. Le fue bien y cuando la vida va bien los años pasan volando.

–Ana…

–¿Qué?

–¿Cómo estás?

–Bien.

–Gracias por venir.

–De nada.

–Han pasado muchos años…

–Muchos.

–¿Cuántos ya?

–Cuarenta.

–¿Cuarenta?

–Sí, cuarenta. Y míranos ahora.

Después de intentar olvidarlo de todas las formas posibles, diez años después, le llegó la primera de las felicitaciones de Navidad que él le enviaría durante décadas. 

No comprendía para qué quería verla. Pero comprendía que era inútil. Para entonces todo estaba roto. Ella estaba rota y él no la habría reconocido. 

Había cogido lo único que tenía, el dinero de su padre, y se había dedicado a quemarlo. Si le hubiera pegado fuego a los billetes, no los habría dilapidado más inútilmente. Pero había mucho y quedaba aún mucho y era como si creciera y no tuviera fin. 

Todo cambió. Cambió su vestuario, su peinado, su manera de hablar, se echó amistades nuevas. Viajó, compró cosas inútiles y tuvo aventuras fáciles y no tan fáciles, con las que enfermó en alguna ocasión, y de las que salía a trompicones, a veces abortando, pues se consideraba incapaz de amar a los hijos que el azar le enviaba. Para entonces él ya había construido su pequeña vida llena de valor y de honor. ¿Qué podría querer con ella si apenas quedaba ya nada de ella? 

–Bueno, me tengo que ir ya.

–¿Vendrás otro día?

–Sí, mañana vendré otro rato.

Él sonrió y ella se puso en pie, pero aún no le soltó la mano.

–Ana…

–Dime.

–¿Vendrás mañana?

–Sí. Hasta mañana.

Se agachó y le dio un beso en la mejilla rasposa.

El nieto salió de entre las sombras al oír la puerta del salón cerrarse. 

–Perdone, no le he ofrecido nada, ¿quiere tomar algo?

–Un poco de agua, por favor.

Fueron a la cocina y el chico le sirvió un vaso de agua.

–¿No quiere nada más? ¿Un café…?

–No, gracias, sólo agua.

–¿Qué tal? ¿Cómo lo ha encontrado?

–No lo sé…

–Ya. Está muy distinto, ¿verdad?

Asintió. Sentía un nudo en la garganta y bebió otro trago para intentar deshacerlo.

–¿De qué se conocían?

–Fuimos novios.

–¿En serio?

Asintió y miró al suelo avergonzada sin saber por qué. 

–Bueno, me voy. Le he dicho que vendría mañana, pero no sé si podré.

Después de aguantarse las ganas de llorar, ahora sentía que le venían las lágrimas a los ojos como un torrente.

–No se preocupe, no va muy boyante de memoria. En diez minutos ni se acordará de que ha estado usted aquí.

–¿Qué tiene exactamente?

–Buf. De todo… 

–¿Y tú te cuidas de él?

–Sí, cuando tengo vacaciones como ahora. Normalmente está mi madre con él. Hoy ha salido, necesita descansar también de vez en cuando.

–Claro. Bueno, me tengo que ir. Gracias por todo.

–Gracias a usted.

Salió a la escalera y bajó un tramo a pie. Al llegar al segundo piso se tuvo que sentar en un escalón. Sentía que no podía dar un paso más. Estuvo allí sentada unos diez minutos, llorando en silencio, en sus manos. Cuando dejó de llorar, sacó un pañuelo del bolso y se secó los ojos. Se agarró a la baranda y se puso en pie, y lentamente bajó la escalera. 

En la calle el sol brillaba. Hacía calor para la época y el abrigo le sobraba. Mañana vendría sin el abrigo.

12/6/23

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