1.
Georgina Castelar, de veintidós años, hija del afamado catedrático de latín ya retirado, don Álvaro Castelar F. (apodado Cicerón en el instituto de enseñanza secundaria donde dio clase durante décadas) desapareció misteriosamente durante tres días poco antes de unas navidades. La encontraron por la mañana del cuarto día, el día de Nochebuena, sentada en un banco del parque frente a su casa, sin su abrigo ni su bolso, con la ropa rota y los zapatos manchados de barro.
Cuando un agente de policía le preguntó dónde había estado durante aquellos tres días, ella contó una enrevesada historia, llena de detalles nimios y lagunas. Al principio declaró que sus recuerdos se volvían difusos después de que una buena mañana saliera de su casa para comprar lotería de Navidad. Recordaba perfectamente como se había metido en el bolso un billete que su padre le dio y que al hacerlo pensó que dentro del bolso el billete flotaría como una pececillo en una pecera. Recordaba haber salido a la calle y que llovía, pero no hacía viento ni demasiado frío, que caminó rápidamente bajo los balcones y que le dio calor, así que se había quitado el abrigo y lo había cargado en el brazo. Añadió, algo distraídamente, que se recordaba a sí misma pensando que prefería la primavera al otoño, ya que con sus gritos las golondrinas le traían recuerdos felices de los finales de curso en el colegio, antes de las vacaciones de verano. En diciembre, aunque no hiciera demasiado frío, el cielo estaba vacío, tendía al gris y a menudo llovía (como aquel día). Además, ella ya no iba al colegio y tampoco trabajaba así que nada la ayudaba a distinguir las vacaciones de las no vacaciones.
Al saber que la muchacha había reaparecido con vida (de todos era sabido que las esperanzas de encontrar a un desaparecido con vida disminuían exponencialmente con cada hora que pasaba) después de haber organizado batidas para buscarla durante los últimos días, se armó un buen revuelo en la calle. Los coches patrulla que llegaron a toda velocidad y aparcaron frente al banco donde la encontraron sentada se convirtieron en un reclamo para vecinos y curiosos, que se agolparon sin orden ni concierto a su alrededor.
Fue un vecino suyo quien la había avistado primero y había dado la voz de alarma. Era Óscar, hijo único de la viuda del quinto, con el que Georgina había jugado en el parque de niños. En aquel momento él se encontraba en su habitación, sentado a su escritorio ante la ventana, revisando sus apuntes de química orgánica (estudiaba la carrera de química y tenía exámenes de recuperación después de las vacaciones de Navidad, la química orgánica era una de las asignaturas más difíciles de la carrera). Había levantado la vista para descansar un momento los ojos, castigados por el estudio y las bombillas de baja potencia, y vio a su vecina abajo, en la calle, sentada en un banco. Siendo miope, como explicó a la policía, no podía creer lo que veían sus ojos así que bajó corriendo los cinco pisos hasta la calle para comprobar si era ella o no.
A Georgina le gustó (así se lo diría después, en el hospital, donde se encontraron los dos) que fuera él quien primero llegara hasta ella, sobre todo después de verlo atravesar la calle en rojo y ser arrollado por una motocicleta. De alguna manera, era como si él la hubiera salvado, al arriesgar por ella su vida. Él era un año mayor que ella, y de niños él siempre le había llevado ventaja, en la estatura, en el curso, en la velocidad al correr. Con el tiempo, sin embargo, todo se había ido igualando y ella dejó de admirarlo. Pero ahora, con lo que había pasado, podía volver a hacerlo.
La verdad era que con las prisas Óscar había cruzado la calle sin mirar y el conductor de la motocicleta no había podido hacer nada por evitar la colisión. Este último resultó ileso, pero siendo que carecía del seguro obligatorio para la motocicleta, se volvió a montar en esta y se dio a a la fuga. Uno de los coches patrulla que habían llegado hasta allí encendió la sirena y lo persiguió hasta dar con él. Otros dos agentes ayudaron a Óscar, que en la caída se había dislocado un hombro.
–La ambulancia está de camino –dijo un agente, que enseguida añadió–: ¿Cómo has atravesado la calle de esa manera?
–Llevaba dos días desaparecida –dijo Óscar, señalando a Georgina– y cuando la he visto ahí sentada no me lo podía creer.
–¡Dejad a Óscar en paz, que él no ha hecho nada! –dijo Georgina, con voz de mando, y como si estuviera en una especie de trance, añadió mirando al cielo–: ¿Ha llovido mucho estos días por aquí?
Uno de los agentes no dejaba de pedir a los curiosos que se mantuvieran a una prudente distancia, mientras otro se alejaba unos pasos para pedir por radio con gran insistencia la llegada inmediata de dos ambulancias. Tenían a un herido por accidente de tráfico y a una chica en shock, a la que sólo dios sabía lo que le habrían hecho.
–Me subí a un coche porque llovía mucho, habían dicho que llovería, aunque muchas veces se equivocan, así que salí sin paraguas –explicó Georgina de repente haciendo que todas las miradas se volvieran de nuevo sobre ella.
–¿Qué es eso de que te subiste a un coche? –preguntó uno de los policías.
–Un hombre desde un coche negro me gritó: Nena, te vas a mojar, y se paró a mi lado y me dijo que me subiera y que me llevaría a donde yo quisiera.
–¿Y te subiste al coche?
–Sí.
–¿Y recuerdas a dónde fuisteis? ¿Y qué tipo de coche era, marca, matrícula…?
–No, yo no entiendo de coches. Pero el hombre era moreno, fumaba y tenía puesta la radio.
–¿Lo podrías identificar si vieras una fotografía suya?
–Sí.
Entonces, llegó don Álvaro, en pantuflas y bata, y se abrazó a su hija.
–¡Hija, de mi vida! ¡Hija mía…
Casi al tiempo llegaron las ambulancias y todo se disolvió en la calle como si se hubiera puesto a llover de nuevo.
2.
Los médicos decretaron que Georgina Castelar se encontraba en buen estado de salud. No encontraron restos en su cuerpo que indicaran la presencia de ADN de terceros, ni indicios de violencia física sobre su persona. Eso sí, estaba embarazada, de al menos tres meses.
Se especuló con la posibilidad de que se hubiera ido de casa, porque su padre, al descubrir su estado, la hubiera echado. Sin embargo, interrogado el padre, declaró estar muy sorprendido y no haber sabido nada al respecto hasta que los médicos del hospital le dieron la noticia.
La policía investigó el caso a pesar de todo. Consiguieron imágenes de las cámaras de seguridad de bancos y de comercios cercanos a su domicilio, y dieron con imágenes en las que se veía a la muchacha caminar bajo la lluvia a lo largo de la calzada, haciendo señales de autostop a los coches. Efectivamente, se subió a un vehículo negro que se paró a su lado, pero a los pocos metros el coche se detuvo en una esquina y ella se apeó.
Identificada la matrícula del automóvil e interrogado el conductor, un padre de familia sin antecedentes, este declaró que en efecto había llevado a la muchacha por petición de ella hasta un par de calles más allá de donde la había recogido. Enseguida se había dado cuenta de que la muchacha no estaba “bien”, declaró ante la policía señalándose la sien con un dedo. Así que el hombre concluyó que llevarla en su coche sólo podía ocasionarle problemas así que la dejó ir a los pocos minutos. El hombre juró que no le había puesto un dedo encima y que su intención había sido acercarla a la administración de lotería, que era adonde ella le dijo que iba. La policía tuvo que dejarlo ir sin más, puesto que su versión coincidía con lo que habían visto gracias a las cámaras y también con las conclusiones de los médicos.
Y aunque el misterio de la desaparición de la muchacha no había sido resuelto, la policía no podía hacer nada más al respecto, ya que no había indicios de delito. Así que el caso se archivó al poco tiempo y ella regresó a su casa.
3.
En el barrio nadie se explicaba qué le ocurrió a Georgina durante los días en que estuvo desaparecida. Si le preguntaban, el padre decía que los había pasado en casa de una amiga, después de una discusión tonta que tuvieron los dos. En el barrio, no se le conocía a Georgina a ninguna amiga, así que aquella explicación no se daba por buena.
En el vecindario empezaron a correr todo tipo de rumores. Algunas vecinas comentaban que desde que la madre los abandonó, cuando la hija contaba sólo doce años, a esta se le había ido la cabeza. Se había encerrado en su casa y había sido incapaz de llevar una vida “normal”. Emocionalmente seguía teniendo doce años. Así que cualquier explicación era posible. A saber dónde habría conocido al padre de la criatura que esperaba, que debía ser sin duda algún desalmado que se había aprovechado de ella. Otras vecinas culpaban directamente al padre, a quien habían oído quejarse a menudo de que con lo que cobraba de pensión apenas les llegaba para comer los dos. Era probable que Georgina se hubiera cansado de oírlo quejarse de que ella no servía para nada y que hubiera decidido hacer lo que fuera para contribuir con los gastos, y en última instancia dejar de oír la cantinela habitual: “Desde luego que con tu madre y contigo me ha tocado la lotería”.
4.
La verdad sólo la sabría Óscar, el vecino que había arriesgado su vida cuando había visto a Georgina en la calle, y que se prometió a sí mismo guardar el terrible secreto.
En su ambulancia respectiva, llegaron casi al tiempo al hospital y coincidieron en dos boxes contiguos, separados por una cortina, a través de la cual se oía todo lo que ocurría al otro lado.
A él le hicieron radiografías y al final le colocaron el hueso en su sitio. Lo hizo un médico joven que le dijo que inspirara hondo y se relajara. Antes de que pudiera inspirar, ya le había colocado el hombro en su sitio, con una maniobra rápida y limpia. El dolor tremendo que había sentido desde que diera con el hombro en el suelo y que le había causado náuseas desapareció casi por completo. Luego le pusieron el brazo en cabestrillo. Con esto Óscar esperaba que le dieran el alta de inmediato y poderse marchar, pero el médico le dijo que quería tenerlo en observación durante unas cuantas horas, allí mismo, en el box, puesto que el hospital no contaba con camas libres. Mientras veía pasar las horas tumbado en la camilla, tuvo tiempo de oír lo que ocurría en el box de al lado.
Oyó que voces no tanto alegres sino fingidamente joviales le pedían a Georgina que se quitara la ropa, se pusiera una bata y se echara en la camilla para ser examinada. Ella se negó y las voces intentaron razonar con ella. Debían llevar su ropa a analizar al laboratorio, dijeron, y si no se la quitaba sería difícil hacerlo. Georgina no respondió bien. Lanzó insultos y las voces respondieron que aunque entendían que había pasado un mal trago, no apreciaban ser maltratadas. Una voz autoritaria ordenó que llamaran al psiquiatra de guardia.
Óscar no recordaba que Georgina fuera de carácter irascible, ni mucho menos agresivo, y se sorprendió al oír como se revolvía con furia cuando la forzaron a desnudarse. Lanzó más insultos, pidió socorro y gritó que querían matarla. Al poco, se hizo el silencio y él comprendió que le habían dado un calmante.
Cuando el médico entró a ver cómo seguía, se le ocurrió pedir que le dejaran pasar a verla:
–Nos conocemos desde pequeños y le puede ir bien ver una cara conocida –razonó.
–La hemos sedado, pero puedes pasar un rato –dijo el médico, sin demasiado entusiasmo.
Al verlo, Georgina sonrió levemente y lo llamó a su lado. Tenía los ojos entrecerrados. Le habían insertado una vía intravenosa en el brazo izquierdo que estaba conectada a una botella de suero, y le habían atado las manos a las barras laterales de la cama. Le impresionó la palidez de su piel y los ojos violáceos en el rostro redondo y blanco.
–Georgina, ¿cómo estás? –dijo en voz baja.
Ella apenas despegó los labios al hablar y él tuvo que acercarse para oírla mascullar algo sobre una gran sorpresa. Él supuso que desvariaba. Tenía fama de estar ida y nadie la tomaba demasiado en serio. Pero a él, que la conocía desde que eran pequeños y que sabía que había sido una niña de mente viva y carácter alegre, le pesaba que la vida la hubiera tratado mal, aunque al mismo tiempo reconocía que se habían distanciado sin que él hubiera hecho nada por evitarlo ni por ayudarla. Todo esto había acudido a su mente durante los días en que ella había estado desaparecida, con la fuerza de lo que sólo podía denominar como culpa.
–¿Dónde te has metido estos días? ¿Sabes que el susto que nos has dado?
–Quería llegar a Francia.
–¿A Francia?
–Allí está mi madre, la necesito.
No supo qué decir. Nunca había oído decir que la madre estuviera en Francia y se decían muchas cosas de aquella familia en el barrio. Desde luego, los rumores corrían, como corre la lluvia por la calle hasta las cloacas, pero los rumores no eran de fiar y él tampoco se preocupaba de mantenerse al día.
Entonces llegaron dos médicos. Uno mayor con gesto afable y un segundo, más joven, que era el médico de guardia que lo había atendido a él. Este último llevaba unos papeles en la mano y la voz cantante. Sin siquiera percatarse de su presencia, se aproximaron a la camilla. Él retrocedió y quedó en segundo plano.
–Georgina, este es el doctor Iriarte, es un psiquiatra del hospital y quiere hablar contigo. Por otro lado, debo decirte que estás embarazada, pero supongo que eso ya lo sabes. Si quieres, podemos llamar al padre.
Georgina se encogió de hombros.
–¿Sabes quién es? –preguntó ahora el psiquiatra en voz baja.
–Sí.
–¿Sabes dónde está?
–Sí.
–¿Dónde está?
–En la sala de espera –dijo ella.
–No hablamos de tu padre, sino del padre de tu hijo –aclaró el médico de guardia.
–En la sala de espera –repitió ella.
Los dos médicos se miraron confusos, pero enseguida el más joven salió del box, haciendo revolotear la cortina que lo separaba del pasillo, mientras el psiquiatra se acercaba a Georgina, se sentaba a su lado y le hablaba en voz baja.
Óscar aprovechó la ocasión para escabullirse y atravesar la cortina hacia su box. Sintió nauseas repentinas como si le hubieran propinado un golpe en el costado.
Al poco, oyó la voz del padre de Georgina preguntarle qué demonios les había dicho a los médicos y si acaso estaba loca de remate. Ella dijo que sólo había dicho la verdad y que quizá ahora él sí la dejaría marcharse a Francia con su madre. Al otro lado de la cortina Óscar vomitaba, mientras una enfermera le ordenaba echarse de inmediato en la camilla y llamaba al médico por el altavoz.
23-6-23