La lotería

1.

Georgina Castelar, de veintidós años, hija del afamado catedrático de latín ya retirado, don Álvaro Castelar F. (apodado Cicerón en el instituto de enseñanza secundaria donde dio clase durante décadas) desapareció misteriosamente durante tres días poco antes de unas navidades. La encontraron por la mañana del cuarto día, el día de Nochebuena, sentada en un banco del parque frente a su casa, sin su abrigo ni su bolso, con la ropa rota y los zapatos manchados de barro. 

Cuando un agente de policía le preguntó dónde había estado durante aquellos tres días, ella contó una enrevesada historia, llena de detalles nimios y lagunas.  Al principio declaró que sus recuerdos se volvían difusos después de que una buena mañana saliera de su casa para comprar lotería de Navidad. Recordaba perfectamente como se había metido en el bolso un billete que su padre le dio y que al hacerlo pensó que dentro del bolso el billete flotaría como una pececillo en una pecera. Recordaba haber salido a la calle y que llovía, pero no hacía viento ni demasiado frío, que caminó rápidamente bajo los balcones y que le dio calor, así que se había quitado el abrigo y lo había cargado en el brazo. Añadió, algo distraídamente, que se recordaba a sí misma pensando que prefería la primavera al otoño, ya que con sus gritos las golondrinas le traían recuerdos felices de los finales de curso en el colegio, antes de las vacaciones de verano. En diciembre, aunque no hiciera demasiado frío, el cielo estaba vacío, tendía al gris y a menudo llovía (como aquel día). Además, ella ya no iba al colegio y tampoco trabajaba así que nada la ayudaba a distinguir las vacaciones de las no vacaciones.

Al saber que la muchacha había reaparecido con vida (de todos era sabido que las esperanzas de encontrar a un desaparecido con vida disminuían exponencialmente con cada hora que pasaba) después de haber organizado batidas para buscarla durante los últimos días, se armó un buen revuelo en la calle. Los coches patrulla que llegaron a toda velocidad y aparcaron frente al banco donde la encontraron sentada se convirtieron en un reclamo para vecinos y curiosos, que se agolparon sin orden ni concierto a su alrededor. 

Fue un vecino suyo quien la había avistado primero y había dado la voz de alarma. Era Óscar, hijo único de la viuda del quinto, con el que Georgina había jugado en el parque de niños. En aquel momento él se encontraba en su habitación, sentado a su escritorio ante la ventana, revisando sus apuntes de química orgánica (estudiaba la carrera de química y tenía exámenes de recuperación después de las vacaciones de Navidad, la química orgánica era una de las asignaturas más difíciles de la carrera). Había levantado la vista para descansar un momento los ojos, castigados por el estudio y las bombillas de baja potencia, y vio a su vecina abajo, en la calle, sentada en un banco. Siendo miope, como explicó a la policía, no podía creer lo que veían sus ojos así que bajó corriendo los cinco pisos hasta la calle para comprobar si era ella o no.

A Georgina le gustó (así se lo diría después, en el hospital, donde se encontraron los dos) que fuera él quien primero llegara hasta ella, sobre todo después de verlo atravesar la calle en rojo y ser arrollado por una motocicleta. De alguna manera, era como si él la hubiera salvado, al arriesgar por ella su vida. Él era un año mayor que ella, y de niños él siempre le había llevado ventaja, en la estatura, en el curso, en la velocidad al correr. Con el tiempo, sin embargo, todo se había ido igualando y ella dejó de admirarlo. Pero ahora, con lo que había pasado, podía volver a hacerlo.

La verdad era que con las prisas Óscar había cruzado la calle sin mirar y el conductor de la motocicleta no había podido hacer nada por evitar la colisión. Este último resultó ileso, pero siendo que carecía del seguro obligatorio para la motocicleta, se volvió a montar en esta y se dio a a la fuga. Uno de los coches patrulla que habían llegado hasta allí encendió la sirena y lo persiguió hasta dar con él. Otros dos agentes ayudaron a Óscar, que en la caída se había dislocado un hombro. 

–La ambulancia está de camino –dijo un agente, que enseguida añadió–: ¿Cómo has atravesado la calle de esa manera?

–Llevaba dos días desaparecida –dijo Óscar, señalando a Georgina– y cuando la he visto ahí sentada no me lo podía creer.

–¡Dejad a Óscar en paz, que él no ha hecho nada! –dijo Georgina, con voz de mando, y como si estuviera en una especie de trance, añadió mirando al cielo–: ¿Ha llovido mucho estos días por aquí?

Uno de los agentes no dejaba de pedir a los curiosos que se mantuvieran a una prudente distancia, mientras otro se alejaba unos pasos para pedir por radio con gran insistencia la llegada inmediata de dos ambulancias. Tenían a un herido por accidente de tráfico y a una chica en shock, a la que sólo dios sabía lo que le habrían hecho.

–Me subí a un coche porque llovía mucho, habían dicho que llovería, aunque muchas veces se equivocan, así que salí sin paraguas –explicó Georgina de repente haciendo que todas las miradas se volvieran de nuevo sobre ella.

    –¿Qué es eso de que te subiste a un coche? –preguntó uno de los policías.

–Un hombre desde un coche negro me gritó: Nena, te vas a mojar, y se paró a mi lado y me dijo que me subiera y que me llevaría a donde yo quisiera.

–¿Y te subiste al coche?

–Sí. 

–¿Y recuerdas a dónde fuisteis? ¿Y qué tipo de coche era, marca, matrícula…?

–No, yo no entiendo de coches. Pero el hombre era moreno, fumaba y tenía puesta la radio. 

–¿Lo podrías identificar si vieras una fotografía suya?

–Sí.

Entonces, llegó don Álvaro, en pantuflas y bata, y se abrazó a su hija.

–¡Hija, de mi vida! ¡Hija mía… 

Casi al tiempo llegaron las ambulancias y todo se disolvió en la calle como si se hubiera puesto a llover de nuevo.

2.

Los médicos decretaron que Georgina Castelar se encontraba en buen estado de salud. No encontraron restos en su cuerpo que indicaran la presencia de ADN de terceros, ni indicios de violencia física sobre su persona. Eso sí, estaba embarazada, de al menos tres meses.

Se especuló con la posibilidad de que se hubiera ido de casa, porque su padre, al descubrir su estado, la hubiera echado. Sin embargo, interrogado el padre, declaró estar muy sorprendido y no haber sabido nada al respecto hasta que los médicos del hospital le dieron la noticia.

La policía investigó el caso a pesar de todo. Consiguieron imágenes de las cámaras de seguridad de bancos y de comercios cercanos a su domicilio, y dieron con imágenes en las que se veía a la muchacha caminar bajo la lluvia a lo largo de la calzada, haciendo señales de autostop a los coches. Efectivamente, se subió a un vehículo negro que se paró a su lado, pero a los pocos metros el coche se detuvo en una esquina y ella se apeó. 

Identificada la matrícula del automóvil e interrogado el conductor, un padre de familia sin antecedentes, este declaró que en efecto había llevado a la muchacha por petición de ella hasta un par de calles más allá de donde la había recogido. Enseguida se había dado cuenta de que la muchacha no estaba “bien”, declaró ante la policía señalándose la sien con un dedo. Así que el hombre concluyó que llevarla en su coche sólo podía ocasionarle problemas así que la dejó ir a los pocos minutos. El hombre juró que no le había puesto un dedo encima y que su intención había sido acercarla a la administración de lotería, que era adonde ella le dijo que iba. La policía tuvo que dejarlo ir sin más, puesto que su versión coincidía con lo que habían visto gracias a las cámaras y también con las conclusiones de los médicos. 

Y aunque el misterio de la desaparición de la muchacha no había sido resuelto, la policía no podía hacer nada más al respecto, ya que no había indicios de delito. Así que el caso se archivó al poco tiempo y ella regresó a su casa.

3.

En el barrio nadie se explicaba qué le ocurrió a Georgina durante los días en que estuvo desaparecida. Si le preguntaban, el padre decía que los había pasado en casa de una amiga, después de una discusión tonta que tuvieron los dos. En el barrio, no se le conocía a Georgina a ninguna amiga, así que aquella explicación no se daba por buena.

En el vecindario empezaron a correr todo tipo de rumores. Algunas vecinas comentaban que desde que la madre los abandonó, cuando la hija contaba sólo doce años, a esta se le había ido la cabeza. Se había encerrado en su casa y había sido incapaz de llevar una vida “normal”. Emocionalmente seguía teniendo doce años. Así que cualquier explicación era posible. A saber dónde habría conocido al padre de la criatura que esperaba, que debía ser sin duda algún desalmado que se había aprovechado de ella. Otras vecinas culpaban directamente al padre, a quien habían oído quejarse a menudo de que con lo que cobraba de pensión apenas les llegaba para comer los dos. Era probable que Georgina se hubiera cansado de oírlo quejarse de que ella no servía para nada y que hubiera decidido hacer lo que fuera para contribuir con los gastos, y en última instancia dejar de oír la cantinela habitual: “Desde luego que con tu madre y contigo me ha tocado la lotería”. 

4.

La verdad sólo la sabría Óscar, el vecino que había arriesgado su vida cuando había visto a Georgina en la calle, y que se prometió a sí mismo guardar el terrible secreto. 

En su ambulancia respectiva, llegaron casi al tiempo al hospital y coincidieron en dos boxes contiguos, separados por una cortina, a través de la cual se oía todo lo que ocurría al otro lado. 

A él le hicieron radiografías y al final le colocaron el hueso en su sitio. Lo hizo un médico joven que le dijo que inspirara hondo y se relajara. Antes de que pudiera inspirar, ya le había colocado el hombro en su sitio, con una maniobra rápida y limpia. El dolor tremendo que había sentido desde que diera con el hombro en el suelo y que le había causado náuseas desapareció casi por completo. Luego le pusieron el brazo en cabestrillo. Con esto Óscar esperaba que le dieran el alta de inmediato y poderse marchar, pero el médico le dijo que quería tenerlo en observación durante unas cuantas horas, allí mismo, en el box, puesto que el hospital no contaba con camas libres. Mientras veía pasar las horas tumbado en la camilla, tuvo tiempo de oír lo que ocurría en el box de al lado. 

Oyó que voces no tanto alegres sino fingidamente joviales le pedían a Georgina que se quitara la ropa, se pusiera una bata y se echara en la camilla para ser examinada. Ella se negó y las voces intentaron razonar con ella. Debían llevar su ropa a analizar al laboratorio, dijeron, y si no se la quitaba sería difícil hacerlo. Georgina no respondió bien. Lanzó insultos y las voces respondieron que aunque entendían que había pasado un mal trago, no apreciaban ser maltratadas. Una voz autoritaria ordenó que llamaran al psiquiatra de guardia. 

Óscar no recordaba que Georgina fuera de carácter irascible, ni mucho menos agresivo, y se sorprendió al oír como se revolvía con furia cuando la forzaron a desnudarse. Lanzó más insultos, pidió socorro y gritó que querían matarla. Al poco, se hizo el silencio y él comprendió que le habían dado un calmante.

Cuando el médico entró a ver cómo seguía, se le ocurrió pedir que le dejaran pasar a verla:

–Nos conocemos desde pequeños y le puede ir bien ver una cara conocida –razonó.

–La hemos sedado, pero puedes pasar un rato –dijo el médico, sin demasiado entusiasmo. 

Al verlo, Georgina sonrió levemente y lo llamó a su lado. Tenía los ojos entrecerrados. Le habían insertado una vía intravenosa en el brazo izquierdo que estaba conectada a una botella de suero, y le habían atado las manos a las barras laterales de la cama. Le impresionó la palidez de su piel y los ojos violáceos en el rostro redondo y blanco.

–Georgina, ¿cómo estás? –dijo en voz baja. 

Ella apenas despegó los labios al hablar y él tuvo que acercarse para oírla mascullar algo sobre una gran sorpresa. Él supuso que desvariaba. Tenía fama de estar ida y nadie la tomaba demasiado en serio. Pero a él, que la conocía desde que eran pequeños y que sabía que había sido una niña de mente viva y carácter alegre, le pesaba que la vida la hubiera tratado mal, aunque al mismo tiempo reconocía que se habían distanciado sin que él hubiera hecho nada por evitarlo ni por ayudarla. Todo esto había acudido a su mente durante los días en que ella había estado desaparecida, con la fuerza de lo que sólo podía denominar como culpa.

–¿Dónde te has metido estos días? ¿Sabes que el susto que nos has dado?

–Quería llegar a Francia.

–¿A Francia?

–Allí está mi madre, la necesito.

No supo qué decir. Nunca había oído decir que la madre estuviera en Francia y se decían muchas cosas de aquella familia en el barrio. Desde luego, los rumores corrían, como corre la lluvia por la calle hasta las cloacas, pero los rumores no eran de fiar y él tampoco se preocupaba de mantenerse al día.

Entonces llegaron dos médicos. Uno mayor con gesto afable y un segundo, más joven, que era el médico de guardia que lo había atendido a él. Este último llevaba unos papeles en la mano y la voz cantante. Sin siquiera percatarse de su presencia, se aproximaron a la camilla. Él retrocedió y quedó en segundo plano.

–Georgina, este es el doctor Iriarte, es un psiquiatra del hospital y quiere hablar contigo. Por otro lado, debo decirte que estás embarazada, pero supongo que eso ya lo sabes. Si quieres, podemos llamar al padre.

Georgina se encogió de hombros.

–¿Sabes quién es? –preguntó ahora el psiquiatra en voz baja.

–Sí. 

–¿Sabes dónde está?

–Sí.

–¿Dónde está?

–En la sala de espera –dijo ella. 

–No hablamos de tu padre, sino del padre de tu hijo –aclaró el médico de guardia.

–En la sala de espera –repitió ella.

Los dos médicos se miraron confusos, pero enseguida el más joven salió del box, haciendo revolotear la cortina que lo separaba del pasillo, mientras el psiquiatra se acercaba a Georgina, se sentaba a su lado y le hablaba en voz baja.

Óscar aprovechó la ocasión para escabullirse y atravesar la cortina hacia su box. Sintió nauseas repentinas como si le hubieran propinado un golpe en el costado. 

Al poco, oyó la voz del padre de Georgina preguntarle qué demonios les había dicho a los médicos y si acaso estaba loca de remate. Ella dijo que sólo había dicho la verdad y que quizá ahora él sí la dejaría marcharse a Francia con su madre. Al otro lado de la cortina Óscar vomitaba, mientras una enfermera le ordenaba echarse de inmediato en la camilla y llamaba al médico por el altavoz.

23-6-23

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La comida de Navidad

1.

Después del ágape, con sus entremeses, sopa tradicional, guiso al horno y postres, y de los tediosos y banales intercambios de información sobre esto y aquello, estos y aquellos, a los que su familia política era tan aficionada, Olga Gómez, cuyo marido parecía preso de irresistibles ganas de dormirse en la silla, salió al balcón a tomar el fresco. 

Tener que ocuparse de todos los detalles y mostrarse afable con su familia política, a la que apenas soportaba, además del trabajo de tenerlo todo a punto y servir a los invitados sobre sus pies y tobillos castigados por el peso extra, la habían evidentemente agotado.

Pero sobre todo ansiaba alejarse de la cháchara banal, aunque sólo fuera por cinco minutos, y poder estar a solas con sus pensamientos y darse tiempo para sentir al bebé en el que apenas había pensado en todo el día, y que se movía cada día con más dificultad dentro de ella, en su casita oscura, que cada vez se le hacía más y más angosta.

El balcón, con la persiana echada por fuera y las cortinas corridas por dentro, era el escondite perfecto. Desde allí oía los brumosos diálogos de la sobremesa, el crujir del turrón duro entre los dientes del abuelo y las molestas campanillas que emitía la máquina electrónica de la sobrina de quince años, que había pasado la comida sin levantar la vista de la pantalla, mientras su padre amenazaba con quitársela, cosa que no llegó a hacer, por desgracia.

Oteó por el hueco que dejaba la persiana hacia la calle. Tres pisos más abajo, a ras de suelo, no se movía nada y no se veía a nadie pasar. Un sol espectacular se reflejaba en los vidrios de las ventanas de las casas de enfrente y el aire venía cargado con aromas a guisos y caldos. Se sentó en el taburete donde normalmente descansaba la cesta de las pinzas de la ropa, que lanzó descuidadamente al suelo, y esperó a que el aire le refrescara un poco las mejillas. Se sentía acalorada por haber pasado la mañana entre fogones y el mediodía sirviendo. Aunque las otras se habían ofrecido a ayudarla, no las había dejado. Todos le dijeron que era una testaruda de mucho cuidado, pero ella los desoyó sin pestañear. Era su casa y allí mandaba ella. En sus casas que hicieran lo que quisieran. Y ahora le dolían los pies y la espalda. Estiró una pierna y movió el pie desde el tobillo, haciendo rotaciones, como le había enseñado la comadrona. Si se le hinchaban mucho los pies, tenía que llamar al médico sin falta, pero no parecía ser el caso.

El canario, que había interrumpido su dulce canto cuando ella salió al balcón, la miraba de reojo desde su palito en la jaula. Hacía a veces el gesto de querer saltar al comedero, pero en el último momento se arrepentía. Cuando se fueran todos, le echaría alpiste y le cambiaría el agua, le quedaba poca y la que tenía estaba turbia. Siempre era ella la que tenía que acordarse de darle de comer al canario. Si dependiera de Esteban, ¿dónde estaría el pobre ya? 

Habría querido hacer algo para quitarle el miedo, decirle: Anda, baja a comer, bonito. Pero no podía convencerlo de que a su lado estaba a salvo, lo único que podía hacer era estarse bien quieta para no asustarlo. En cualquier momento, él mismo se decidiría y bajaría a comer. 

A su criatura tampoco se la podía obligar a salir, por mucho que ella lo estuviera deseando. Se debía estar muy bien allí, en su casita oscura, tan caliente. Dormía todo el día y comía cuando quería. Ella era su comedero. Todo le era dado de manera natural, sin esfuerzo. Pero él también se asustaba a veces, como si fuera un pajarito. Y para que estuviera tranquilo ella tenía a su vez que estar tranquila. 

*

No le convenía alterarse. Evitar las discusiones por todos los medios, le dijo la comadrona. No más peleas, como la del otro día, cuando discutieron tan fuerte porque él quería que su familia comiera con ellos el día de Navidad, cuando a ella su madre le había propuesto que fueran a su casa, para que no tuviera que trabajar, para que no llegara al día agotada. 

Pero él no había querido hacerle el feo a su familia. Siempre habían comido con su familia el día de Navidad. Su abuelo estaba ya tan mayor que quizá sería la última vez –cada año era la última vez– que comían todos juntos, y a casa de los padres de ella podían ir al día siguiente, que también era fiesta. 

Pero ¿acaso él no veía cómo estaba ella, con los pies hinchados, no se daba cuenta? Alzó la voz y le dijo que sólo pensaba en sí mismo. Y él le dijo que no gritara por favor, que el vecindario no tenía por qué enterarse de sus trapos sucios, y ella le dijo que no eran trapos sucios y que si quería a su familia en su casa en Navidad, tendría que cocinar él. Entonces él se echó a reír, y dijo que de acuerdo, que si ella estaba dispuesta a comer lo que él cocinara, que por él bien. 

Y a ella le dio tanta rabia que habría querido abofetearlo, pero entonces el bebé hizo una cabriola muy fuerte y ella se llevó la mano al abdomen y se quedó muda e inmóvil, temiendo que algo malo le hubiera ocurrido, por estar ellos dos discutiendo. Y él dejó de reír de golpe y se acercó a ella con expresión de espanto: ¿Qué es? No lo sé, dijo ella. Y él: YA…? Y ella, suplicando casi con terror (porque aunque estuviera deseándolo, sentía pánico de que llegara el momento): NO, no, aún no… Y él: Pero podría ser… ¿te duele algo? Y ella: NO. Nada. Y él, apenado: Ven, siéntate. Lo siento. Haremos lo que tú digas. Y ella: No, no, que vengan, que vengan…

Y el bebé estuvo todo el día intranquilo, no paraba de moverse y ella temía que tuviera algún percance allí dentro, tan lejos de ella y a la vez tan cerca. Y por la tarde llamó a la comadrona y la hicieron ir al ambulatorio y le pusieron las correas y le dijeron que todo estaba en orden, pero que tenía la tensión un poco alta y que necesitaba tranquilidad, nada de sobresaltos, ni disgustos. Y se lo iba a decir a él aquella tarde cuando se vieran, que necesitaba tranquilidad, muchos mimos y descanso, pero no lo llegó a hacer porque cuando se vieron, él le dijo que había invitado a su familia a comer el día de Navidad.

*

En el balcón percibía claramente el olor a alpiste que el canario lanzaba alegremente al escarbar en el comedero. Se le había agudizado mucho el olfato. Muy al principio, cuando le dijo a la comadrona que apenas podía soportar el olor de algunos alimentos, como el café, que le provocaba náuseas cuando lo preparaba por la mañana para su marido, esta le dijo que era debido a las hormonas, y que era para evitar que comiera algo en mal estado que pudiera perjudicar al bebé. Y añadió que si su marido quería café, que se lo hiciera él.

Ahora el bebé estaba tranquilo, movía de tanto en tanto un pie y le daba patadas en el estómago, y a veces parecía cambiar de lado, y hasta el abuelo lo había visto moverse por encima de su ropa, y había puesto su mano sarmentosa sobre su abdomen, y a ella le había dado asco, como para vomitar, y había mirado a su marido, que no dijo nada, mientras su suegro, decía: Pepita, tu padre… 

Y el abuelo se rió, con su boca desdentada, al sentir cómo se movía el bebé, y dijo que les iba a salir un futbolista de la primera división. Todos rieron y ella había reído también, por no vomitar, y su marido sabía que ella odiaba que le tocaran la barriga, porque se lo había dicho muchas veces, tantas que ni él mismo la tocaba, y es que el primero que pasaba por la calle se creía con derecho a tocarla, ni que fuera ella un animal… 

Y justo la semana anterior la vecina de rellano llamó a su casa, traía un billete de lotería de Navidad y le dijo que venía a que ella le diera suerte, y ella no supo reaccionar y se quedó en la puerta como un pasmarote mientras la vecina le pasaba el billete de lotería por la barriga varias veces, como si quisiera empaparlo bien, y después, cuando cerró la puerta, se habría abofeteado por ser tan tonta, y pensó en todas las cosas que tendría que haber dicho y no dijo, como que si acaso se había pensado que ella era una pata de conejo, o algo por el estilo. Y al final, de la rabia, se había puesto a llorar. 

Y cuando llegó su marido a casa, la encontró con la nariz roja y los ojos hinchados, y le preguntó: ¿Qué te ha pasado ya? Y ella: Nada, nada… Y él insistió hasta que se lo sacó, y al ver su mueca próxima a la risa, aún sintió más ganas de llorar y se quejó de que él no la tomara en serio. Y él no dijo: Pero es que es una tontería, como le había dicho en alguna otra ocasión, sino que dijo: Vaya con la vecina, pues me va a oír cuando la vea. Pero claro, no le dijo nada cuando la vio la próxima vez. Y casi mejor, porque la vecina era una fresca y aprovechaba cualquier ocasión para acercársele y le reía las gracias cuando se encontraban los tres en el ascensor.

Él era un imán, un caramelo. Era muy guapo, más de lo que le convenía. Y además tenía gracia, el muy condenado. Pero no podía acusarlo de nada más que eso. Tampoco había nada malo en que la vecina le pidiera ayuda para abrir los botes de alubias, aunque fuera joven y atractiva, con los muslos tersos y morenos, que lucía en el balcón en verano. Aun así, él no tenía por qué darle cuerda. 

Como aquella otra vez, cuando les dijo en el ascensor: He oído que van a cerrar un montón de sucursales bancarias. Espero que no te afecte, Esteban. Y él: Bah, no lo creo. Me tendrían que indemnizar muy bien, ten en cuenta que llevo trabajando en el banco desde muy joven. No les saldría a cuenta.

Y a continuación hizo un chiste, como hacía siempre. Era una opción, la de los chistes, como otra cualquiera. No significaba nada. Pero la vecina se reía y decía: Ay, Olga, qué marido tan gracioso tienes, se tendría que dedicar a la comedia….

Entonces entraban los dos en casa y ella, evidentemente molesta, mascullaba: Ay, Olga, qué marido tan gracioso tienes…, y él se reía: Me encanta cuando te pones celosa. Y ella: Celosa, yo, ¿de esa? No me hagas reír. Y él: Pues claro que te hago reír, ¿no sabes que soy muy gracioso?

Como si ella no hubiera tenido (y aún tuviera) dónde elegir. Pero estaba lo otro, lo más importante: ¿por qué había minimizado él de aquella manera el riesgo del despido? ¿Había sido por aparentar delante de la vecina, o porque ella no se preocupara? Algo llevaba en mente. Llevaba días durmiendo mal, dando vueltas y vueltas por la casa por las noches. A veces, cuando ella se levantaba para ir al baño (varias veces y cada vez con más frecuencia), veía la luz encendida en el despacho. Y por la mañana revisaba el historial de búsqueda de su ordenador y veía que había visitado páginas de búsqueda de empleo. Y entonces se quedaba helada porque entendía que el riesgo era real y serio. ¿Y por qué no compartía con ella aquella angustia? Le había dicho que eran sólo rumores, que no podían prescindir de él, que era el subdirector de la sucursal. ¿Entonces por qué buscaba otro trabajo? Y si lo echaban, ¿cómo harían para pagar la hipoteca, las letras de los muebles…? Ella no se veía buscando trabajo con un niño recién nacido. ¿Qué planes tenía él si ocurría lo peor? Habría querido gritarle justo eso mientras él se perdía en bromas y chistes. 

Y aún se empeñó en dar la comida de Navidad y le dijo que lo encargara todo por catering, sin pararse a mirar el gasto. Que no quería que cocinara, pero ella quiso hacer economía, por lo que pudiera ser, y le había pedido a su madre que fuera a ayudarla y su madre había ido el día anterior, aunque era Nochebuena, y le había dicho: Hija, no lo entiendo, si Esteban te ha dicho que lo encargues…, y ella había dicho: Como lo hecho en casa no hay nada

Y entre las dos hicieron el caldo, la pelota, y la carne guisada que dejaron en el horno cubierta con papel de aluminio. Al día siguiente sólo tenía que calentarla y listo. Y el caldo había llenado la casa de olor a hierbas tan fuerte que tuvo que abrir un rato las ventanas, y los vidrios quedaron empañados como cuando era pequeña y su madre hacía el caldo el día antes de Navidad, y todo lo que comían era hecho en casa. Claro que era más fácil encargarlo, pero salía por un pico. 

Y cuando él llegó del banco, a eso de las cinco, al ver a su suegra le dio un beso y quiso contarle un chiste, pero ella dijo: No estoy para chistes, chaval. Siempre lo llamaba chaval, desde que lo había conocido, porque él entonces tenía cara de niño, y entonces le echó una buena bronca por tener a su hija haciendo de comer para un pelotón de la manera que estaba. Y él: Pero si le dije que lo encargara todo. Y ella: Sí, hombre, va a ser lo mismo. Y vete con ojo que no le pase nada a mi hija. Y él: Pero ¿qué le va a pasar? Está embarazada, no enferma. Y ella, misteriosamente: Bueno, bueno, yo ya me entiendo.

Y cuando su madre se fue, él se sirvió una copa y se sentó ante el televisor y cuando ella lo llamó para cenar (cenaron la avanzadilla de la comida de Navidad) se había quedado dormido. Y lo tuvo que despertar y él dijo que no tenía hambre, ella dijo que era Nochebuena y que no se iba a ir a dormir sin cenar nada y él se encogió de hombros, y dijo: ¿Qué quieres, que coma sin hambre? Y parecía tan abatido que ella pensó que lo habían despedido ya. Pero no, no podían despedirlo en Nochebuena, no podían ser tan desalmados, o quizá sí… 

Así que le preguntó si todo iba bien en el banco y él dijo que sí, que todo iba estupendo, pero que estaba cansado, y no mentía porque cuando se fueron a dormir, cayó muerto en la almohada, ni siquiera intentó juguetear como hacía a veces para saber si ella estaba predispuesta. Y resultó que sí lo estaba, pero se tuvo que consolar sola, mientras él roncaba. 

Últimamente estaba predispuesta. También aquello era cosa de las hormonas, según había leído en un libro que una amiga le pasó, puesto que ya no lo iba a necesitar, mientras que ella, que había empezado más tarde que todas sus amigas, esperaba leerlo al menos una vez más.

*

Los comensales hablaban y le pareció oír que su suegra pedía por ella a Esteban. No sé dónde andará, dijo él. Los había dejado sin dar ninguna explicación y ahora empezaba a sentirse mal por ello. Sería mejor que regresara. Daría la excusa de haber salido al balcón a ver si se había secado la ropa. 

Recordó que durante la comida su suegra había querido hablar de detergentes, un tema apasionante donde los hubiera. Su cuñada (la hermana de Esteban) había seguido el tema, pero ella se había desentendido. Ella compraba el detergente que estuviera de oferta, sin fijarse en la marca, mientras que suegra y cuñada compraban dos marcas distintas, a cuál mejor y más cara, que dejaban la ropa limpísima y oliendo a gloria divina. 

En su época de estudiante cuando había llevado su ropa a lavar a la lavandería del colegio mayor, nunca se le había ocurrido pensar que algún día sería una ama de casa preocupada por qué marca de detergente era la más económica. Tampoco se imaginó que se vería confinada a conversaciones de tal calibre intelectual, mientras al otro lado de la mesa, los hombres discutían sobre futbol, las deficiencias del sistema ferroviario nacional y las posibilidades de que su pequeño país saliera algún día de la casita pequeña y oscura que el hermano mayor, que expoliaba sus recursos desde tiempos inmemoriales, había asignado para él. Su marido creía que sí, que era posible que el país funcionara independientemente, mientras que cuñado y padre discrepaban. Por suerte, ahora ya no se enfadaban tanto como antes. Unos pocos años atrás, las diferencias sobre el tema habían sido muy marcadas, y padre e hijo se habían levantado la voz hasta que la madre les tenía que pedir que tuvieran la fiesta en paz y que por favor dejaran la política para otro día.

A todo esto, la sobrina de quince años que no tenía con quien hablar, no había dejado de mirarla con curiosidad. Era una niña preciosa, con el cabello largo y rubio y de ojos azules, aunque para su gusto iba algo escotada. Se había hecho mayor muy rápidamente y ya pensaba en chicos, según le había dicho su cuñada en confidencia. Al llegar aquella mañana había pedido ver la habitación del bebé, y ella se la había enseñado. El azul pastel de las paredes, la cuna blanca en el centro, el cambiador y el armario con sus tiradores en forma de estrella le habían encantado. Qué bonito todo, tía, había dicho sobrecogida, y ella: Pues tú con lo grande que te has hecho ya…, y estaba por añadir: en poco tiempo te verás preparando una habitación así, pero dejó la frase a medias. Era mejor que esperara, tenía tantas cosas qué vivir todavía, era mejor no darle ideas… 

Y al salir del cuarto, su cuñado estaba en la puerta, mirándolas a las dos y cuando ella pasó por su lado, no se movió, con lo que se tocaron, y fue como si él lo hubiera hecho a propósito. Y esa era otra razón por la que ella no quería invitar a su familia política a su casa, por la manera cómo su cuñado la miraba cuando Esteban no estaba delante, pero eso él no lo sabía, porque si lo hubiera sabido se habría liado una buena, o quizá no. Quizá se habría puesto a reír, y habría dicho: Son imaginaciones tuyas…

*

Recogió las dos camisas que había tendidas en el primer alambre, al que casi no llegaba ya, y echó las pinzas en la cesta. Eran camisas blancas, de vestir, con un pliegue en la espalda. Se las llevó a la cara. Olían bien, aunque su detergente no fuera el mejor y aunque Esteban las echara a lavar cuando ya olían a matadero, con aquel sudor tan fuerte que tenía, y que a ella la atraía y la repelía por igual.

Entró en la casa disimulando, diciendo que había salido a recoger la ropa para que no se humedeciera. El aire allí dentro estaba cargado de humanidad, así que dejó la puerta del balcón medio abierta. Estaban todos tal y como los había dejado en la mesa. No parecía que nadie la hubiera echado mucho de menos. 

Preguntó quién quería café. El abuelo, que seguía royendo turrón con el ansia de una ardilla, dijo que él quería un carajillo cargado, y su hija dijo que ni hablar, que un café solo y andando. 

Entonces cada uno le hizo su pedido, como si de un bar se tratara y entonces ella se fue a la cocina, con las camisas sobre el hombro, y puso la cafetera al fuego, que ya tenía preparada de antes. Su suegra y su cuñada fueron a la cocina a ayudarla y esta vez las dejó. Mientras tanto, los demás pasaron al salón. 

Luego, llevó las camisas a su habitación, abrió el armario y las colgó de una percha. La habitación en quietud la llamó poderosamente. Habría querido descalzarse y echarse en la cama, pero la cama estaba cubierta por los abrigos de los invitados y ella no podía desaparecer por segunda vez. 

Oyó entonces el timbre de la puerta. Salió al pasillo y se dirigió a la puerta, pero ya estaba allí Esteban, que no la vio. 

Abrió la puerta, y quién si no tuvo que aparecer entonces para variar: la vecina con una botella de espumoso en la mano. Llevamos más de veinte minutos queriendo descorcharla, pero no hay manera…, dijo

Estaba claro que aquella era una operación que sólo un hombre tan fuerte como Esteban podía llevar a cabo. Él se rió y cogió la botella de manos de la vecina. Como si retorciera el cuello de un pollo, hizo saltar el corcho con un discreto pop y sin esfuerzo aparente. Ni siquiera salió espuma, a pesar de que la vecina traía una copa en la mano para recoger el posible derrame. Esteban le devolvió la botella, ella le dio las gracias, y él dijo: Nada, para eso estamos los vecinos. Y al cerrar la puerta y darse la vuelta, la vio allí parada, y ella debía tener cara de malas pulgas, porque él dijo con guasa: Conque espiando, eh… Y ella: ¿No hay más vecinos, que siempre tiene que acudir a ti?

Pero él sólo se rió, con su risa fuerte, porque en el fondo le encantaba aquello. Era muy guapo, un imán, un caramelo. Y gracioso a más no poder.

Y entonces la cogió por la cintura, como para espantarle los celos: ¿Y dónde te habías metido si puede saberse? Y ella: Déjame, anda. ¿Cuándo se irán? Y él: Hacia las siete, supongo. 

Miró el reloj. Eran sólo las cinco. Aún quedaban dos horas de suplicio. Él tampoco parecía demasiado animado ante la perspectiva. Delante de su familia fingía, claro. A su madre le daba ligeros abrazos de medio lado. La mujer estaba perdiendo la vista, y eso a él le apenaba mucho, pero no hablaban de ello. Con su padre hablaban de todo: de economía, de la bolsa, de inflación, temas serios. Su padre también había sido trabajador de banca. Lo habían prejubilado muy bien, a los cincuenta y cinco. Pero él aún era joven, apenas cuarenta años. ¿Qué sería de ellos si lo echaban a la calle? ¿Y no podía él pensar en una alternativa? Entrar en la administración pública, por ejemplo. Estaba cansada de decírselo. Pero él decía que no todo el mundo estaba hecho para opositar. 

Pero no. Esa no podía ser su sola obsesión aquel día, ni en los días ni las semanas siguientes, el bebé no lo merecía. La sentiría nerviosa, allí dentro, en su casita oscura, y se pondría nervioso.

Y ella: Podríamos decirles que no me encuentro bien. 

Y él: Mujer, si aún no hemos tomado el café…

*

En el salón, los tres hombres (abuelo, suegro y cuñado) tomaron el café regado con coñac. Las mujeres hablaban de nombres de niño. Laia, la sobrina, dijo que le gustaba mucho el nombre de Adrià. A la abuela le gustaba Jan y a la tía le gustaba Pol. 

Tía, tía, le pondréis Adrià, verdad que sí, pidió la niña. 

Y ella, sentándose en el brazo del sillón: Aún no lo sabemos

Y era verdad. Aún no tenían nombre. No se ponían de acuerdo. Él quería Alejandro y ella quería Mario. Y de ahí no se movían. 

Las tres mujeres siguieron dándole ideas de nombres y de buena gana ella les habría dicho que se callaran y que se marcharan de una vez. Debía ser cansado también para ellos estar allí, sin nada que hacer más que sorber café, ver la televisión, dormitar y desvariar. 

Finalmente fue la sobrina quien ordenó la retirada. Dijo que había quedado con sus amigas y como por arte de magia todos se pusieron en marcha. 

Abrigaos bien, que hace humedad, se oyó a sí misma decirles a sus invitados cuando se ponían ya los abrigos y desocupaban su cama, con más entusiasmo del que sería de esperar en la despedida.

Adiós, mamá, cuídate, le dijo Esteban a su madre besándole las mejillas. 

Y al final de nuevo la mano del abuelo en su abdomen. 

Cuida del futbolista.

Y su suegro, que parecía ser el único que se daba cuenta, dijo: Pepita, tu padre…

Los acompañaron al rellano y esperaron allí al ascensor, se volvieron a despedir de aquella manera tan típica en que parecía que nunca hubiera de acabarse la despedida. Y cuando todos hubieron entrado ya en el ascensor y la maquinaria arrancó con su leve gruñido, cerraron la puerta al fin.

Ella quedó apoyada en la puerta y suspiró.

¿Estás bien? dijo él. 

Asintió mientras lo miraba fijamente. Él la miraba a su vez, con miedo, con aquel miedo que se dibujaba últimamente en sus ojos. 

Y él: Mañana que recoja Luci, ¿no? 

Y ella: Mañana no viene, es fiesta. 

Pues ya lo haré yo. Ves a descansar. 

No quiero descansar, dijo ella alargando la mano hacia él.

*

Después, en el dormitorio, cuando él la dejó sola diciendo que iba a recoger la cocina, recordó como al principio había temido el momento de quedarse sola en la casa por las mañanas cuando él salía al trabajo, y como había ido al banco a verlo con cualquier excusa. 

Parecía otro tras el escritorio, con su camisa blanca y corbata, el cabello reluciente, tan negro, con la vista fija en la pantalla del ordenador o dando una explicación a un cliente sobre productos financieros. O dando instrucciones a sus subordinados en tono serio, grave, sin llegar a ser caciquil. En aquellos momentos lo sentía menos suyo, sentía que una parte de él se le escapaba. En el banco era el subdirector y no su marido. Hasta que él levantaba la mirada y la veía a través del vidrio del que estaban hechas las paredes de su oficina y su expresión se suavizaba y sonreía levemente. 

Trabajaba muy duro. Quería llegar a director. Ese era su sueño de siempre, que ahora peligraba debido a que el sistema económico se tambaleaba y debido a los inventos del tebeo de la banca, que cada día despreciaba más a su clientela.

La sucursal donde él trabajaba tenía aquel olor particular a desinfectante mezclado con el after-shave que usaban los empleados, una mezcla que cuando entró ella allí la mañana en que supo que esperaba un bebé y acudió a decírselo, porque no podía esperar a que él llegara a casa para hacerlo, y tampoco quería decírselo por teléfono porque quería verle la cara cuando se lo dijera, la atacó con tal virulencia que se le llenaron los ojos de lágrimas y él creyó que lloraba, porque a su edad ya casi había perdido las esperanzas y además llevaban ya casados algunos años y nada de nada, y él también había llorado cuando ella se lo dijo y se había puesto en pie y la había abrazado temblando. 

Son lágrimas de felicidad, espero, dijo él mojándose la punta del dedo en su mejilla, y ella dijo, Pues claro. 

2.

Al día siguiente la despertó el dolor. Fue como si un rayo la hubiera partido en dos como a un árbol, ZÁS, por la mitad. Era temprano, apenas amanecía. Esteban dormía a su lado. No quiso despertarlo, por si era una falsa alarma. 

Se levantó y fue al cuarto de baño. 

Vio mucha sangre y se asustó mucho y gritó.

3.

En la ambulancia, él le daba la mano. Tenía cara de espanto. Los sanitarios habían dicho que no había tiempo que perder, que algo no iba bien y pusieron las luces y la sirena.

Ella siempre iba a disgusto al médico, le angustiaban las miradas llenas de secretismo entre los médicos, la jerga incomprensible, el olor a desinfectante. Aun así, sabía que a veces eran necesarios. 

Siempre quise casarme con un médico, dijo.

Él se esforzó por reírse: Pero si no te gustan los médicos.

¿Me darán anestesia?

Claro. No te preocupes por eso.

Era algo que la angustiaba desde el principio. El dolor. No ser capaz de soportarlo. A la comadrona se lo había dicho el primer día:

Me darán anestesia, ¿verdad? 

Y la mujer se había reído: ¿Quieres que te la ponga ya? 

Todo irá bien, ¿verdad?

Claro.

Esteban, ¿por qué está pasando esto?

No lo sé, pero todo irá bien.

4.

Los médicos dijeron que había sufrido un desprendimiento de la placenta y que había perdido mucha sangre. No era algo muy común, pero era extremadamente peligroso. Por suerte llegaron a tiempo y habían podido salvarlos a los dos. Ella estaba aún un poco aturdida por la anestesia, pero él podía pasar a verlos.

5.

Llegaron a casa cinco días después. 

Su madre estaba allí. Había hecho la comida, pero después de comer se marchó. Vio que la casa estaba algo revuelta para su gusto, pero Esteban la mandó ir a descansar. No podía mover un dedo hasta que estuviera recuperada. 

… para eso estaba Luci y él mismo. 

… pero había tantas cosas por hacer… 

… debía descansar, con solo pensar que por su empeño en dar la comida de Navidad en su casa, casi…

… de lo que había pasado nadie tenía la culpa y él debía dejar de culparse.

6.

El bebé era una preciosidad. Un ángel, vaya, y tan bueno que parecía imposible. Dormía a todas horas. Tomaba el biberón con dedicación y vuelta a dormir. Así, cualquiera podía ser la mejor madre del mundo.

7. 

Era año nuevo. Lo celebrarían los tres solos, en casa. 

El bebé cumplía una semana y ella ya podía dar vueltas por la casa y hacer alguna cosita. Y salió al balcón a tender las camisas. Y él acudió espantado al oírla gritar. Ella estaba llorando. 

¿Qué pasa, por Dios? 

Y ella señaló la jaula, y el comedero vacío y al canario, tan bonito y tan bueno, muerto. 

5/6/23

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El aguinaldo

A eso de la una de la tarde sonó el timbre y se levantó a abrir. Al hacerlo, el dolor le saltó encima como un ladrón. Sobre todo a las rodillas.

Era el portero, que le subía la pila de felicitaciones de Navidad que el cartero había traído para ella, como cada año a principios de diciembre.

–Espera a ver si tengo suelto –dijo, y fue a por su monedero, y al volver, preguntó–: ¿Qué es ese jaleo en la calle?

El portero le explicó que estaban buscando el origen de un escape de agua en la calle. Desde las nueve estaban taladrando el suelo y cuando paraban de taladrar se oía el ruido infernal del generador eléctrico que daba potencia a la maquinaria.

–Llevan toda la mañana dale que dale –se quejó ella como si el portero pudiera hacer algo.

–No está la cosa como para desperdiciar agua –dijo él.

–Supongo, ten, gracias –dijo ella, y le dio un billete.

Luego, con la pila de tarjetas en la mano, cerró la puerta. 

Las postales eran como siempre de sus parientes, próximos y lejanos, reales e imaginarios. A todos contestaría, a todos sin dejar a uno, y en las postales iría incluido un billete, de veinte o de cincuenta, según. Ellos lo esperaban cada año y ella no los defraudaba. No podía dejar de hacerlo. Era una tradición que su padre había iniciado y ella había seguido, y si la interrumpiera sería muy extraño y habría inquisiciones. 

Como cada año, se sentaría a escribir las postales que había comprado en la papelería de siempre. Escribiría con su letra estirada, ligeramente inclinada hacia la derecha, las cuatro fórmulas tradicionales, y al final firmaría, Recibe un abrazo de tu prima, tu tía, tu sobrina… –o cualquiera que fuera el parentesco en cada caso– y añadiría un billete del montón que había sacado de la cartilla el día anterior. Además de a sus parientes, felicitaba de similar manera al portero, a la modista, a la carnicera y al cobrador del muerto. Y en general, atendía a todo aquel que se aproximara a ella, ya fueran parientes o conocidos cercanos o de vista.

Pensaba que otras “tietas” de su edad –solteronas emancipadas, que como ella ya rozaban los setenta– quizá se mostrarían menos generosas con sus parientes. Pero a ella no le importaba si no la visitaban nunca, aunque se lo pidiera cada año en la tarjeta, como de pasada (a ver cuándo nos vemos). Alguna vez había imaginado que les llevaba ella misma las tarjetas a su casa, sin avisarlos previamente. Imaginaba que veía las ventanas iluminadas desde la calle y se veía llamando a la puerta, entonces le abrían y todo eran sonrisas y exclamaciones: ¡Tía! Qué ilusión que hayas venido! Pero pasa, no te quedes en la puerta…

Sin embargo, nunca se atrevería a hacerlo. Sería una imposición fea obligar a alguien a recibirla, forzarlos a abrir para ella una caja de galletas o hacerle café, sólo porque ella hubiera tenido la ocurrencia de llevarles la postal en mano. No le gustaba el falso agradecimiento. Tampoco habría querido inmiscuirse, como si el billete le otorgara algún derecho. No era fácil pedir ayuda, algunos debían sentir que se rebajaban al hacerlo, y con el esfuerzo ya pagaban.

Pero por algún motivo, aquella mañana no se sentía con ganas de sentarse a escribir las tarjetas. Además, el jaleo en la calle no la dejaba pensar. Y se le estaba ocurriendo una idea. Y si en lugar de enviar un billete de veinte o de cincuenta enviaba uno de cien –porque ¿qué podía comprarse hoy día con un billete de veinte o de cincuenta? En cambio, con uno de cien, ya podía uno apañar una buena cena de Navidad.

Miró la hora. Era la una y seguramente en el banco ya no la atenderían, con esas raras normas que habían impuesto. Iría al día siguiente. 

Hacía calor en la casa y abrió el balcón. En la calle, los operarios habían dejado de lado su actividad del demonio y se preparaban para ir a comer al bar de la esquina, según oyó que decían. Mientras recogían, hablaban entre ellos. Uno dijo algo así como cambiar a una de sesenta por tres de veinte, y los demás se echaron a reír.

A ella siempre la había llamado la atención aquella presunción del macho, como si tres jóvenes de veinte años fueran a estar disponibles para cualquiera tan fácilmente. Se recordaba, con veinte años, muy selectiva. Le parecía tan absurdo como aquello de las setenta y dos vírgenes que alguna religión prometía a sus mártires en el más allá, una vida que se suponía lujuriosa a pesar de transcurrir en el cielo. En contra, a cada mujer la esperaba un solo hombre. Extrañas matemáticas aquellas.

Con el gusanillo en el estómago, escarbó entre las tarjetas. No todas eran siempre de parientes necesitados. Alguna había genuinamente de felicitación. De entre estas, su favorita era una cuyo remitente ella adivinaba por la letra, tan cuidada y angulosa, y antes de abrirla adivinaba también el mensaje: 

Querida Ana, espero que estés bien, si pudiéramos vernos un día de estos me haría mucha ilusión. Cesc.

Siempre sentía el mismo estremecimiento al leer aquellas escuetas líneas y el nombre al final. Esto se repetía sin grandes cambios desde los últimos treinta años, lo único que había cambiado era la efigie en el sello y la calidad del papel y de las postales. Pero esa postal, la incondicional, no estaba hoy entre la pila.

2. 

Al día siguiente, fue al banco. Llegó antes de que abrieran. Las normas de los bancos habían cambiado mucho en los últimos tiempos y era difícil adivinarlas, así que era mejor pillarlos desprevenidos cuando llegaban todos somnolientos a la oficina y andaban aún algo despistados. 

En la puerta la atendió un joven tras una especie de tarima. La hizo pasar y sentarse a una mesa redonda donde habría de esperar a que alguien bajara de la planta superior y se ocupara de ella. Ya no había ventanillas y el sistema era algo confuso. A la mayoría de los clientes los mandaban a pelearse con los cajeros, pero a ella la atendía personalmente el director o el subdirector de la oficina, según el día.

Esta vez fue el subdirector quien bajó la escalera. Ágil, sonriente, con un ordenador en la mano. Era un muchacho de muy bien ver, que lucía una gruesa alianza de oro en el anular que, supuso, cumpliría más o menos bien su función disuasoria. Hasta a ella, que podría ser su madre, no le habría importado hacerle un favor detrás de una mampara. 

Hacía tiempo que no lo veía y le pareció recordar de la última vez que hablaron que esperaba un hijo.

–¿Cómo está la familia, Esteban?

–Muy bien, gracias, aún esperando. 

–Quien espera, desespera.

–Sí, supongo. Usted dirá, señora Casas.

–Necesito diez billetes de cien.

El muchacho la miró con extrañeza en su bello rostro y señaló la pantalla del ordenador.

–Hace dos días hizo una extracción de quinientos euros, ¿se acuerda?

–Sí, me acuerdo perfectamente. Aún no estoy tan chocha. 

–Perdone. No quería decir eso…

–No importa. Te lo explicaré si te interesa. Es por las navidades, tengo muchos parientes y mucho regalos que hacer. No te preocupes, nadie me está timando, ni me lo gasto en el bingo, aunque sería una opción.

Recordaba claramente las ocasiones en que su padre la hacía ir con él al banco de niña. En aquella época en la oficina había muchas ventanillas y colas largas ante ellas. Para su padre, el dinero era lo primero, porque de niño no lo había tenido y de mayor había trabajado mucho para conseguirlo y conservarlo. Así que conocía bien la diferencia entre una vida con dinero y una vida sin dinero, y quería que su hija también la conociera. Le había abierto una cartilla al nacer para enseñarle el hábito del ahorro y desde siempre ella llevaba al banco el dinero que le daban para las fiestas y en sus cumpleaños. Ante las ventanillas esperaban turno y cuando llegaba el suyo, su padre la alzaba en brazos para que viera como el cajero contaba rápidamente los billetes y marcaba en la cartilla la cifra del ingreso, la fecha y el total. 

Aquel muchacho tan guapo aún no habría nacido por aquel entonces, ni habría conocido tal sistema, pero tenía igualmente los dedos ágiles, acostumbrados a la tarea de contar billetes. 

–Aquí tiene, diez de cien. Tenga cuidado por la calle.

–Descuida –dijo ella, dejando caer los billetes en su bolso.

No le preocupaba demasiado si le robaban, de donde habían salido aquellos billetes había otros iguales esperando a ver la luz del día. Ella, a diferencia de su padre, siempre había tenido dinero y ningún reparo a la hora de gastarlo.

En la calle hacía un sol espectacular. Nada de frío para la época y le sobraba el abrigo. Algo de razón habría en aquello tan cacareado del calentamiento global.  

3. 

Entró en el edificio con las suelas mojadas. En la calle seguía brotando el agua misteriosamente de entre los adoquines. Se limpió los zapatos en el felpudo antes de pasar al vestíbulo, donde abrió el buzón. Nada. Quizá no había pasado el cartero aún. Debía ser eso. Era temprano y el portero tampoco estaba en su garita. 

No había motivo para pensar que este año él no le mandaría una postal. Un ligero retraso en el correo podía ser la más simple explicación. Normalmente la explicación de la mayoría de las cosas era la más simple. 

Ya en casa, se sentó en el comedor, decidida a escribir de una sentada las felicitaciones de Navidad, cada una con su flamante billete dentro. Si su padre pudiera, de alguna manera sobrenatural, enterarse de que había aumentado el aguinaldo de forma exponencial, le daría un soponcio. Siempre fue partidario de la caridad, pero como con el beber y el comer, en moderación.

Tenía el balcón medio abierto y a las nueve en punto volvió a oír el taladro en la calle. Mientras escribía y metía un billete en cada sobre, casi sin darse cuenta paraba la oreja a lo que decían los operarios cuando hacían una pausa. Normalmente eran vítores y aspavientos cuando pasaba alguna vecina de buen ver. 

A ella nunca la habían vitoreado por la calle. Quizá en su época los operarios no eran tan atrevidos. 

Cesc nunca se habría atrevido a hacer algo así. Se habría muerto de la vergüenza. Era sobrio y serio, pero afable. De todos los que conoció fue el que más le gustó. Con aquella mata de pelo recio y negro, los ojos grandes y oscuros y aquella barba espesa, y tan tímido como un colegial. Durante una temporada salieron a pasear, al cine y a los bailes. Pero él no bailaba. Decía que no sabía, así que se pasaban la hora sentados, mirándose de soslayo y sorbiendo horchata o refrescos, que ella insistía en pagar a medias. La economía de su familia no era demasiado boyante. Él trabajaba de mecánico y con su sueldo ayudaba en su casa. Ella sabía aquello por su padre, puesto que sus árboles familiares estaban emparentados por las ramas altas, de una manera compleja, que a su padre, por algún motivo, le disgustaba mucho.

Quizá se había olvidado. O quizá se habría cansado ya de no recibir respuesta. O quizá era un ardid, para que ella se pusiera en contacto con él.No tenía por qué pensar que había algún motivo irresoluble. Pero el gusanillo no la dejaba concentrarse, y entre eso y el jaleo en la calle, cometió errores al escribir y alguna postal se zanjó con un buen borrón. 

Cuando acabó, fue hasta el teléfono y marcó el número sin pensárselo. 

–Diga –la voz era masculina pero con tintes de juventud.

–¿Puedo hablar con Francesc Farré? 

–Ahora no se puede poner. ¿Quién lo llama?

–Del banco.

–¿Del banco? –incredulidad–. ¿Y cuál es el motivo de la llamada?

–Felicitarle las fiestas.

–¡A timar a su … madre! –gritó el joven antes de colgar.

A ella le temblaban las manos y las piernas y se tuvo que sentar en el sillón. Y como si fuera poco, el teléfono sonó de repente, sobresaltándola aún más. Dejó que pasaran tres timbrazos, respiró hondo y respondió:

–Diga.

–Oiga, usted no es del banco y la voy a denunciar a la policía –era la misma voz juvenil de antes.

–No. Mira, soy una vieja amiga de Cesc y quería hablar con él para felicitarle las fiestas. No sé por qué he dicho eso del banco, me he puesto nerviosa, discúlpame.

Silencio denso.

–Haber empezado por ahí –la voz sonaba más pacífica ahora–. Mire, señora, mi abuelo no está muy bien, si son amigos quizá querría pasar a verlo. 

–No quisiera molestar.

–No es molestia. Dice el médico que le hace bien recibir visitas. ¿Tiene la dirección?

–Sí, la tengo, gracias.

4.

Todas las casas tienen su olor particular, menos la de uno, que no huele a nada. Eso pensó cuando llegó a aquella casa en la que podía haber vivido como reina y señora, y en la que no había entrado nunca hasta ese día, una casa que olía a limpio, a lejía y a medicinas, sita sobre el taller de coches que Cesc regentó durante más de treinta años.

En la puerta esperaba un muchacho muy joven, alto y delgado. Tenía la misma mirada afable de Cesc, aunque la sonrisa era más descarada y la mandíbula más angular, más fuerte, los ojos de un azul claro y el cabello castaño que le caía desordenadamente sobre la frente. 

Le tendió la mano que él cogió entre las suyas, grandes y algo callosas, sin saber bien qué hacer con ellas, pero sin apretar, como si intuyera la fragilidad que asolaba aquellos huesos antiguos.

–¿Eres Óscar?

–Sí, pase, por favor.

–Gracias.

–Se ha puesto contento cuando le he dicho que tendría visita.

–¿Crees que se acordará de mí?

–Depende. A ratos desvaría. Por aquí.

Pasaron a un salón de aire espeso, escasamente poblado con muebles viejos y algunos cuadros. 

Junto a una ventana cerrada, un anciano sentado en un sillón individual, en batín, con las rodillas tapadas con una manta, y atado a una máquina de oxígeno miraba sus manos como si echara en falta algo. Ella recordó de repente que él fumaba mucho y que cuando acababa un cigarrillo tiraba al suelo la colilla y la remataba aplastándola bien con el zapato, y luego encendía otro casi al momento.

–Abuelo, tienes visita.

El hombre levantó la mirada y miró al frente sin verla. Tenía los ojos vidriosos y dilatados. Ella se acercó lentamente y se sentó a su lado. 

–Hola, Cesc. Soy yo, Ana. ¿Cómo estás?

–¿Ana?

–Sí.

Se dieron la mano y estuvieron mirándose durante un buen rato como para cerciorarse de que de verdad eran ellos. 

5.

Él le llevaba diez años. Como ella, iba algo tarde. Ella no se acababa de decidir por ninguno aunque su padre la apretaba para que lo hiciera, mientras él se cuidaba de su madre, viuda. Se conocieron en la boda de unos parientes y ya no hubo forma de separarlos. Desde el principio, a su padre no le gustó la idea de que anduviera con él. Ella no lo entendía. Cesc era muy cortés y educado, más que ningún otro que conoció. Nunca intentó nada y quizá debería haberlo hecho. Quizá todo habría ido mejor si lo hubieran hecho.

Una vez, poco antes de las navidades, fueron a un baile y al salir, pasearon por la calle cogidos de la mano. Su mano era fuerte y cálida. Fue lo más íntimo que hicieron nunca, aparte de mirarse a los ojos y ver todo el firmamento en ellos.

La última vez que se vieron, él la llamó con urgencia. Era mitad de la semana, pero ella no reparó en el detalle. Imaginó que tendría alguna buena noticia que darle que no podía esperar al fin de semana. Quizá le habían aumentado el sueldo, o quizá le tenía que proponer algo importante, o las dos cosas.

Quedaron en el centro, en un café. Era media mañana y ella ni se preguntó cómo lo haría él para escaparse del taller, demasiado ocupada pensando en qué podía ser aquello tan urgente que tenía que decirle. Llegó antes que él y se sentó a esperar. Pidió una horchata y se la bebió rápidamente antes de que él llegara. Después, cuando acabó todo, el sabor amargo de la bebida le volvió a la boca y tuvo que correr al baño a vomitar.

Cesc llegó al cabo de un rato, vistiendo el mono azul del taller. Ni siquiera se sentó.

–¿Qué es, qué pasa? –preguntó alarmada, al verlo tan serio, imaginando algún agravio en el trabajo, o alguna cuestión desagradable con su familia.

–Esto.

Tiró en la mesa un sobre, en el que ella reconoció la letra de su padre.

–¿Qué es esto?

–Léelo.

Ella sacó una postal navideña del sobre y la abrió. Sobre la mesa cayeron unos billetes de la época, de alto valor. En letra de su padre, la tarjeta le informaba a Cesc que debían dejar de verse, que ella lo sentía mucho, pero que no podía ser, que él era bueno y trabajador, pero que ella quería a otro. Ella misma le había pedido a su padre que le escribiera contándoselo, puesto que no se atrevía a hacerlo. Le deseaba lo mejor en la vida y le pedía que no volviera a llamarla. Sobre el dinero, ni palabra, como si no necesitara de explicación. 

–Pero no creerás que esto es verdad, es mi padre que no soporta… ¡Cesc!

Antes de que pudiera decir nada más, él ya se había ido. 

6.

¿Se acordaría él de aquella historia?, se preguntaba mientras sentada a su lado oía su respiración trabajosa y el runrún de la máquina de oxígeno. ¿Se acordaría de que le escribió de su puño y letra, más de un carta porque él no quería verla y le colgaba el teléfono cada vez que lo llamaba, y aquella vez que fue al taller a hablar con él y la echó? ¿Se acordaría de sus cartas en las que le decía que nada de lo que decía su padre era verdad y que con su golpe de orgullo sólo había conseguido darle una satisfacción y que se saliera con la suya? ¿Se acordaría de que ella le contaba que se había enfrentado a su padre y le había lanzado el dinero a la cara y le había dicho que lo odiaba con toda su alma y que nunca podría perdonarlo?

–Ana… ¿eres tú?

–Sí.

–¿Cómo estás?

–Bien.

–Gracias por venir.

–De nada.

¿Se habría enterado él de alguna manera que como castigo a su padre ella no se había casado, ni le había dado nietos y que cuando su padre fue demasiado mayor como para cuidar de sí mismo lo había llevado a una residencia y sólo lo había ido a ver cuando la llamaron para decirle que se estaba muriendo?

–Han pasado muchos años.

–Cuarenta.

–¿Tantos?

–Sí.

Para ella cada año había sido una condena. Él habría sido capaz de empujar el tiempo, quizá. Se casó, tuvo una hija, abrió el taller y ganó dinero. Le fue bien y cuando la vida va bien los años pasan volando.

–Ana…

–¿Qué?

–¿Cómo estás?

–Bien.

–Gracias por venir.

–De nada.

–Han pasado muchos años…

–Muchos.

–¿Cuántos ya?

–Cuarenta.

–¿Cuarenta?

–Sí, cuarenta. Y míranos ahora.

Después de intentar olvidarlo de todas las formas posibles, diez años después, le llegó la primera de las felicitaciones de Navidad que él le enviaría durante décadas. 

No comprendía para qué quería verla. Pero comprendía que era inútil. Para entonces todo estaba roto. Ella estaba rota y él no la habría reconocido. 

Había cogido lo único que tenía, el dinero de su padre, y se había dedicado a quemarlo. Si le hubiera pegado fuego a los billetes, no los habría dilapidado más inútilmente. Pero había mucho y quedaba aún mucho y era como si creciera y no tuviera fin. 

Todo cambió. Cambió su vestuario, su peinado, su manera de hablar, se echó amistades nuevas. Viajó, compró cosas inútiles y tuvo aventuras fáciles y no tan fáciles, con las que enfermó en alguna ocasión, y de las que salía a trompicones, a veces abortando, pues se consideraba incapaz de amar a los hijos que el azar le enviaba. Para entonces él ya había construido su pequeña vida llena de valor y de honor. ¿Qué podría querer con ella si apenas quedaba ya nada de ella? 

–Bueno, me tengo que ir ya.

–¿Vendrás otro día?

–Sí, mañana vendré otro rato.

Él sonrió y ella se puso en pie, pero aún no le soltó la mano.

–Ana…

–Dime.

–¿Vendrás mañana?

–Sí. Hasta mañana.

Se agachó y le dio un beso en la mejilla rasposa.

El nieto salió de entre las sombras al oír la puerta del salón cerrarse. 

–Perdone, no le he ofrecido nada, ¿quiere tomar algo?

–Un poco de agua, por favor.

Fueron a la cocina y el chico le sirvió un vaso de agua.

–¿No quiere nada más? ¿Un café…?

–No, gracias, sólo agua.

–¿Qué tal? ¿Cómo lo ha encontrado?

–No lo sé…

–Ya. Está muy distinto, ¿verdad?

Asintió. Sentía un nudo en la garganta y bebió otro trago para intentar deshacerlo.

–¿De qué se conocían?

–Fuimos novios.

–¿En serio?

Asintió y miró al suelo avergonzada sin saber por qué. 

–Bueno, me voy. Le he dicho que vendría mañana, pero no sé si podré.

Después de aguantarse las ganas de llorar, ahora sentía que le venían las lágrimas a los ojos como un torrente.

–No se preocupe, no va muy boyante de memoria. En diez minutos ni se acordará de que ha estado usted aquí.

–¿Qué tiene exactamente?

–Buf. De todo… 

–¿Y tú te cuidas de él?

–Sí, cuando tengo vacaciones como ahora. Normalmente está mi madre con él. Hoy ha salido, necesita descansar también de vez en cuando.

–Claro. Bueno, me tengo que ir. Gracias por todo.

–Gracias a usted.

Salió a la escalera y bajó un tramo a pie. Al llegar al segundo piso se tuvo que sentar en un escalón. Sentía que no podía dar un paso más. Estuvo allí sentada unos diez minutos, llorando en silencio, en sus manos. Cuando dejó de llorar, sacó un pañuelo del bolso y se secó los ojos. Se agarró a la baranda y se puso en pie, y lentamente bajó la escalera. 

En la calle el sol brillaba. Hacía calor para la época y el abrigo le sobraba. Mañana vendría sin el abrigo.

12/6/23

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La Encuesta

La madre de la Srta. Emma solía decirle a su hija que el amor era la mejor guía en la vida. Y esa era la filosofía que guiaba a la Srta. Emma generalmente, aunque algunos mal pensados dirían que no era siempre así.

Todo tenía una explicación. En su juventud rechazó a más de un pretendiente por algunos ya olvidados impedimentos. En consecuencia, había vivido una vida monótona e infecunda y eso, por fuerza, le había de amargar el carácter a una.

Su vecindario tampoco ayudaba. De veinte años a esta parte se habían ido marchando los viejos lugareños que ella conoció de niña y muchas casas habían quedado abandonadas a su suerte. Las malas yerbas crecían en los jardines, los cristales de las ventanas se iban rompiendo por no se sabe qué fuerzas juveniles nocturnas, y desde los tejados acechaban ojos de animales oscuros y lentos. Sin embargo, el pueblo no era peligroso. Se podía decir que nunca ocurría allí nada de gravedad. El mayor peligro se encontraba en las tejas sueltas de los tejados descuidados. Así que la Srta. Emma no les temía a las sombras cuando salía de su casa a las seis de la mañana, porque la única sombra que se materializaba en su camino hasta la estación del tren era la del viejo alguacil que la saludaba dándose un golpecito con el dedo en la gorra.

La Srta. Emma cogía cada día el tren de las seis y ocho minutos y llegaba a la ciudad a las seis y cuarenta y cuatro. En los últimos años el servicio del ferrocarril había mejorado mucho, las cosas como sean, los trenes eran puntuales y nunca fallaban. Hacía tiempo que pensaba escribir una carta a la empresa ferroviaria para felicitarlos por esos logros, pero entre unas cosas y otras siempre lo iba dejando para otro día.

El trabajo tampoco ayudaba. Tantos años hacía que trabajaba en el mismo lugar que no quedaba nadie allí con más antigüedad que ella. A veces, un jefe joven, al que ella había visto subir escalafones desde que entró allí de aprendiz, barbilampiño y rubicundo, decía: “Nadie sabe exactamente cuánto tiempo lleva Emma aquí, creemos que llegó con el edificio”, y ella habría querido puntualizar que eso no era verdad, pero todo el mundo se reía cuando él hablaba y ella no podía deslizar ni una palabra en la conversación.

A las cinco de la tarde salía de la oficina y hacía el trayecto de vuelta a casa. Diez minutos a pie hasta la estación, treinta y seis de trayecto en tren y otros diez minutos a pie hasta su casa. Nadie podría echarle en cara que no hiciera el debido ejercicio diario. Nadie esperaría tampoco que su vida pudiera cambiar radicalmente en un futuro inmediato.

Un día, al bajarse del tren, vio a un hombre en el andén. Le pareció curioso porque en aquella estación no se bajaba nadie más que ella y el hombre parecía estar esperando a alguien pero no quiso prestarle más atención de la necesaria. Bajó del vagón y echó a andar. Enseguida le pareció oír pasos repicando sobre el piso de piedra tras ella. Se volvió y vio que el hombre la seguía a ella efectivamente. No sintió temor porque desde donde estaba veía la figura familiar del trabajador que dispensaba los billetes, de pie en el vestíbulo, hablando con un revisor de algún tema seguramente insustancial. Sin miedo, se detuvo y se encaró con el desconocido.

¿Puedo ayudarle?

La verdad es que sí. Quisiera hablar con usted.

¿Nos conocemos?

Sí.

El tipo debía estar mal de la azotea porque ella no lo conocía de nada. Al fijarse mejor, le pareció reconocer ciertos rasgos familiares. Era posible que fuera un antiguo vecino suyo, o alguien con quién ella había ido al colegio hacía más de medio siglo. Como fuera, no se sintió amenazada pues el tipo parecía inofensivo. Era tan viejo como ella, tenía profundas líneas en la frente y el cabello perfectamente blanco. Llevaba un abrigo demasiado grande que le caía sobre los hombros, y las largas mangas le ocultaban parcialmente las manos. Seguramente le habrían proporcionado el abrigo en un ropero de la caridad.

¿Y de qué nos conocemos?

Trabajo para la compañía ferroviaria.

¿Y cuál es su función?

Hago encuestas.

¿Me quiere encuestar?

Si no le importa…

Ella asintió, pues no la esperaba nadie en casa y además sentía curiosidad por saber qué tipo de preguntas contendría la encuesta. Prontamente, el hombre sacó una pizarrita con clip y un lápiz del interior de su abrigo.

De uno a diez, siendo uno la nota más baja y diez la más alta, ¿cuál es su grado de satisfacción con el servicio ferroviario?

Nueve.

Y un diez, ¿no?

Ella quiso reír pero se contuvo. ¿Qué tipo de encuestador era aquel que rebatía las respuestas al encuestado?

No he dado un diez porque un día de hace quince años no pude llegar al trabajo pues los maquinistas se habían declarado en huelga.

Ya veo. Pero ¿diría usted que si no hubiera sido por ese imprevisto puntual que en realidad se debió a causas ajenas a la compañía ferroviaria, le otorgaría la nota máxima?

Sí, supongo, aunque no es cierto eso de que fuera por causas ajenas a la compañía, tengo entendido que los maquinistas llevaban tiempo solicitando un aumento de sueldo y la empresa se negaba a concedérselo. Así que la huelga fue responsabilidad de la empresa, como suele ser el caso, además, no es cuestión de ir acusando a la víctima, ¿no le parece?

El hombre se quedó sin respuesta. La encuesta era evidentemente maniquea, seguramente pagada por la empresa ferroviaria para publicar buenos resultados en los medios y darse publicidad. Aun así, sentía curiosidad por saber qué otras preguntas contendría. Solo que ahora el hombre no parecía tener la intención de seguir.

¿Algo más?

No, sí…

Venga hombre, que no tengo todo el día.

Sí, está bien, vamos a ver… ¿si pudiera elegir un medio de transporte para viajar al más allá cuando sea su hora escogería usted el tren?

Pero qué tipo de pregunta era aquella. Entonces ella cayó en la cuenta de que seguramente los empleados de la estación le estaban gastando una broma.

¡Claro que sí! ¡El tren es lo más! Bueno, hasta la vista, amigo.

Se alejó de allí riéndose.

¿Acaso es hoy el día de los inocentes?, le dijo al expendedor de billetes al pasar junto a su ventanilla.

El hombre señaló el calendario que había colgado en la pared.

Es 3 de mayo, Srta. Emma.

No te hagas el tonto que nos conocemos, David, y sabes perfectamente lo que acaba de ocurrir.

La verdad es que no sé de qué está usted hablando, Srta. Emma.

Bah, adiós, hasta mañana.

Salió de la estación con la cabeza bien alta. Ellos podían continuar con su farsa todo lo que quisieran y reírse de ella a sus espaldas. Tomarle el pelo así a una pobre anciana, debería darles vergüenza… Iba por la calle refunfuñando, sin apenas devolver el saludo a cualquiera que se cruzaba con ella.

Al día siguiente, dispuesta a dejar el incidente atrás y no mencionarlo nunca en la vida para no darles el gusto a los empleados de la estación, compró el billete sin intercambiar palabra con nadie.

Cuando llegó el tren, fue a buscar su asiento de siempre pero estaba ocupado por un viajante, gordo y bigotudo, que al verla se levantó el sombrero y sonrió ampliamente. Mascullando maldiciones, fue a buscar otro asiento junto a la ventanilla. Enseguida, el tren arrancó y ante sus ojos empezaron a desfilar las casas del pueblo, y luego los campos verdes. Al poco la invadió un sueño dulcísimo que se posó como polvo de estrellas sobre sus ojos cansados sellándolos para siempre.

ccalduch©23Mar2021

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El abrazo/ The embrace

Soñaba a veces que un extraño la abrazaba y el abrazo era como una manta cálida en una noche de invierno.

Los abrazos ocurrían en el momento en que el monstruo de sus sueños llamaba a la puerta y la estancia se teñía de un azul eléctrico. Se encontraba en una estancia desconocida, y al oír los golpes en la puerta le latía el corazón en el pecho como un pájaro atrapado en una red. Una vez le vio la cara al monstruo y desde entonces sus sueños eran muy agitados. Pero entonces apareció el extraño, que se acercaba a ella y abría sus brazos, brazos largos de manos grandes, y ella se dejaba caer en ellos y se volvía invisible y entonces el monstruo pasaba de largo.

En el último sueño el extraño se desveló como uno de sus jefes en la oficina. Esto ocurrió al final del sueño, y curiosamente, a ella no le extrañó a pesar de que él no era alguien en quien ella reparara mucho. Era un hombre serio, que nunca miraba a nadie más de un segundo a los ojos, y un jefe que nunca rozaba a las empleadas con gestos falsamente distraídos e inocentes. Llevaba siempre camisas blancas, inmaculadas, almidonadas, bien ajustadas sobre los hombros. Aunque si era sincera, debería admitir que quizá sí lo miraba un poco más de la cuenta. Y cuando lo miraba no podía evitar pensar que le gustaría ser él, grande y seguro de sí.

Sabía que era indecoroso mirar fijamente a alguien e intentaba contenerse. Además, él era casado y tenía la fotografía de la boda sobre su escritorio. Alguna vez ella había intentado echarle un vistazo a la fotografía, pero estaba puesta de medio lado y resultaba difícil verla. Quería saber si él sonreía en la fotografía, si era feliz, o si se había casado empujado por alguna fuerza incomprensible. 

En la fiesta de la oficina, justo antes de Navidad, él tan solo se quedó a oír el discurso del jefe supremo (un hombre móvil, inestable con la boca, los ojos, las manos). En cambio, cuando él hablaba era para decir justo lo que quería decir, sin recurrir a estridencias dialécticas.

Tras el discurso lo vio alejarse pasillo abajo, camino al ascensor, y sintió la tentación de correr tras él, pedirle que se quedara un rato más y probara el ponche que habían preparado entre todas en la cocinilla, entre grandes risas y voces alegres pues no eran muchos los días en que se permitía tal distensión en la oficina. Pero al final no lo hizo porque ellos dos no tenían esa clase de relación, y ella no era impulsiva.

A veces salían los dos al mismo tiempo de la oficina o coincidían en el ascensor, e incluso entonces se mantenían distantes. Una vez, no hacía mucho, se habían cruzado en plena calle. Ella iba de compras y lo vio desde el cabo de la calle. Él iba solo, cargado con bolsas. A medida que se acercaban el uno al otro, y aún más cuando se saludaron, ella sintió en su pecho el aleteo frenético de su corazón enjaulado.

A pesar de su aparente frialdad, él siempre era solícito cuando ella necesitaba algo. Sus mesas estaban colocadas muy cerca la una de la otra. Aunque a veces, si le preguntaba algo que sobrepasaba su incumbencia él la dirigía a otra persona, a otro departamento o sección, sin implicarse. Sabía lavarse las manos sin embarazo. Pero eso era algo necesario en su mundo.

En el trabajo ella se desenvolvía con la ligereza de un prestidigitador y estaba bien considerada. En las evaluaciones anuales él siempre reportaba en positivo sobre ella. Pero a ella nunca le ofrecía un halago, ni una palabra de aliento. Después de terminar satisfactoriamente una tarea, ella esperaba en vano a que él le dijera: Buen trabajo. Aunque fuera a su manera, sosegada y tranquila. Pero ella estaba convencida de que antes que eso llegaría el fin del mundo.

En cambio, en el sueño él se comportaba de manera distinta. Sus ojos la envolvían cálidamente, con admiración y curiosidad. Sus brazos se abrían y la acogían sin palabras, y ella se hundía en ellos como si hubiera vuelto a casa. Y cuando despertaba no sentía el pecho agitado como de costumbre, sino una calma de río lento porque aún sentía a su alrededor su presencia, y la sensación de paz que él traía a su sueño tardaba en disiparse.

Tras el sueño en el que se reveló por fin la identidad del extraño, ella temió que fuera el último en el que él aparecería. Pero cuando lo vio en la oficina aquella mañana volvió a sentir sobre ella el abrazo del sueño. Posiblemente lo mirara entonces más de la cuenta, más de lo razonable. Pero quería saber si la sensación se mantendría y si él la sentiría también. Se preguntaba si algo cambiaría a partir de ahora gracias a la fuerza del sueño, aunque sabía que cualquiera la llamaría tonta si confesara que en su fuero interno creía que era posible que dos personas tuvieran el mismo sueño al mismo tiempo.

Cuando él se dio cuenta de que ella lo estaba mirando, la miró a su vez durante un instante fugaz para rápidamente volver a hundirse en el mar de su trabajo. Ella enrojeció y entonces se ocultó tras la planta que separaba sus escritorios. Su compañera le llamó la atención y ella se sentó al fin. El teléfono sonaba rabioso y el trabajo no podía esperar más.

Tras su mesa, él se movió y quedó sentado de medio lado. En lugar de verle la espalda y la nuca, que era lo que normalmente veía de él durante la mayor parte del día, ahora le veía la mitad de la cara, un brazo, una pierna y un pie, como si su otra mitad no hubiera acudido ese día al trabajo.

The embrace

She would dream that a stranger embraced her, and his embrace was warm, like a blanket in a winter night.

The embrace would take place at the moment when the monster of her dreams knocked on the door and the room turned into an electric blue. She was in an unknown room, and when she heard the knock on the door her heart would flutter in her chest like a bird trapped in a net. One day she saw the monster’s face and since then her dreams were very agitated. But then the stranger appeared, opened his arms, those long arms with big hands, and she would fall into them, become invisible, and then the monster would go away.

In her last dream the stranger revealed himself as one of her bosses from her office. This had happened at the end of the dream and curiously enough she did not find it too strange, although she normally did not pay much attention to him. He was a serious individual who wouldn’t look people in the eye but for one second, but at the same time he never brushed against the female employees with false absent-mindedness. He always wore white, immaculately starched shirts, well-fitted around the shoulders.

Perhaps if she were honest, she would have to admit that she spent more time looking at him than was strictly necessary. Sometimes, when she looked at him she couldn’t help thinking that she would like to be him, big and self-assured.

It was improper to stare, she knew that much, and she tried to catch herself in the act. Moreover, he was married and had his wedding photograph on his desk. Once she tried to take a peek, but it was placed in such a way that one couldn’t see the whole of it. She wanted to know if he was smiling, if he had been happy on that day, or if he got married urged by an invisible power which she had not felt yet. 

At the office party, right before Christmas, he stayed long enough to hear the CEO’s speech (a sneaky man, with loose mouth, eyes, hands). Whereas he, when he spoke, did it to say exactly what he wanted to say, without resourcing to dialectic hubbub.

After the speech, she saw him hurrying down the hallway towards the elevator. She felt compelled to run after him and ask him to stay a while and have some punch, which the girls had prepared in the kitchenette, amongst laughter and merriment, since it was not many the days when such indulgence was allowed in the office. But he and she did not have that kind of close relationship and she was not the impulsive type.

Sometimes he and she left the office at the same time, or met by chance in the elevator. Even then they kept their distance. Once, not that long ago, she ran into him in the street. She was out shopping and saw him from the other side of the street. He was alone and was carrying some bags. As they got closer and greeted each other, she felt in her chest the frenzied flutter of her caged heart.

In spite of his apparent coldness, he was always solicitous if she needed something at work. Their desks were positioned close to one another. But as will be the case sometimes, if she asked him something that went over his head, he would direct her to someone else, maybe in another department or section, without getting involved. He knew well how to wash his hands. But that was a necessary skill in their world.

At work, she was as diligent as a juggler and was well considered. He always gave a good review of her in the yearly reports. But he never paid her a direct compliment or gave her any encouragement. After she successfully finished a task, she always hoped he would come to her and say: Good job. Even if it was in his subdued manner. But she knew the world would end before he did that.

On the other hand, in her dreams, his behavior was so different. His eyes would envelope her warmly, with admiration and curiosity. His arms would open wide and embrace her in silence and she would fall in them as if they were home. And when she awoke she did not feel the usual agitation in her chest, but instead she felt a tranquil river flow because his presence and the peace that he brought with him still lingered.

After having the one dream in which his identity was finally revealed, she feared that that would be the last one in which he would appear. But when she saw him at the office that morning, she immediately felt his embrace surrounding her again. Possibly then, she stared at him too long. But she wanted to know if the feeling would remain, and most importantly, she wanted to know if he felt it too, and if perhaps something might change between them thanks to the power of her dream. She knew she would be deemed a fool if she were to explain that deep inside she believed that it was possible for two people to have the same dream at the same time.

When he noticed her intense gaze, he looked back at her for a fleeting moment before sinking again in the sea of work. She blushed and hid behind the plant that separated their desks. Her workmate called her to work and she sat down. The phones were ringing rabidly and work couldn’t be postponed any longer.

At his desk, now he sat sideways. Instead of the back of his shirt and the back of his head, which was all she could usually see from her position, now she could see half his face, one arm, one leg and one foot, as if his other half had not gone to work that day.

ccalduch©  6-11-2020

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