La madre de la Srta. Emma solía decirle a su hija que el amor era la mejor guía en la vida. Y esa era la filosofía que guiaba a la Srta. Emma generalmente, aunque algunos mal pensados dirían que no era siempre así.
Todo tenía una explicación. En su juventud rechazó a más de un pretendiente por algunos ya olvidados impedimentos. En consecuencia, había vivido una vida monótona e infecunda y eso, por fuerza, le había de amargar el carácter a una.
Su vecindario tampoco ayudaba. De veinte años a esta parte se habían ido marchando los viejos lugareños que ella conoció de niña y muchas casas habían quedado abandonadas a su suerte. Las malas yerbas crecían en los jardines, los cristales de las ventanas se iban rompiendo por no se sabe qué fuerzas juveniles nocturnas, y desde los tejados acechaban ojos de animales oscuros y lentos. Sin embargo, el pueblo no era peligroso. Se podía decir que nunca ocurría allí nada de gravedad. El mayor peligro se encontraba en las tejas sueltas de los tejados descuidados. Así que la Srta. Emma no les temía a las sombras cuando salía de su casa a las seis de la mañana, porque la única sombra que se materializaba en su camino hasta la estación del tren era la del viejo alguacil que la saludaba dándose un golpecito con el dedo en la gorra.
La Srta. Emma cogía cada día el tren de las seis y ocho minutos y llegaba a la ciudad a las seis y cuarenta y cuatro. En los últimos años el servicio del ferrocarril había mejorado mucho, las cosas como sean, los trenes eran puntuales y nunca fallaban. Hacía tiempo que pensaba escribir una carta a la empresa ferroviaria para felicitarlos por esos logros, pero entre unas cosas y otras siempre lo iba dejando para otro día.
El trabajo tampoco ayudaba. Tantos años hacía que trabajaba en el mismo lugar que no quedaba nadie allí con más antigüedad que ella. A veces, un jefe joven, al que ella había visto subir escalafones desde que entró allí de aprendiz, barbilampiño y rubicundo, decía: “Nadie sabe exactamente cuánto tiempo lleva Emma aquí, creemos que llegó con el edificio”, y ella habría querido puntualizar que eso no era verdad, pero todo el mundo se reía cuando él hablaba y ella no podía deslizar ni una palabra en la conversación.
A las cinco de la tarde salía de la oficina y hacía el trayecto de vuelta a casa. Diez minutos a pie hasta la estación, treinta y seis de trayecto en tren y otros diez minutos a pie hasta su casa. Nadie podría echarle en cara que no hiciera el debido ejercicio diario. Nadie esperaría tampoco que su vida pudiera cambiar radicalmente en un futuro inmediato.
Un día, al bajarse del tren, vio a un hombre en el andén. Le pareció curioso porque en aquella estación no se bajaba nadie más que ella y el hombre parecía estar esperando a alguien pero no quiso prestarle más atención de la necesaria. Bajó del vagón y echó a andar. Enseguida le pareció oír pasos repicando sobre el piso de piedra tras ella. Se volvió y vio que el hombre la seguía a ella efectivamente. No sintió temor porque desde donde estaba veía la figura familiar del trabajador que dispensaba los billetes, de pie en el vestíbulo, hablando con un revisor de algún tema seguramente insustancial. Sin miedo, se detuvo y se encaró con el desconocido.
¿Puedo ayudarle?
La verdad es que sí. Quisiera hablar con usted.
¿Nos conocemos?
Sí.
El tipo debía estar mal de la azotea porque ella no lo conocía de nada. Al fijarse mejor, le pareció reconocer ciertos rasgos familiares. Era posible que fuera un antiguo vecino suyo, o alguien con quién ella había ido al colegio hacía más de medio siglo. Como fuera, no se sintió amenazada pues el tipo parecía inofensivo. Era tan viejo como ella, tenía profundas líneas en la frente y el cabello perfectamente blanco. Llevaba un abrigo demasiado grande que le caía sobre los hombros, y las largas mangas le ocultaban parcialmente las manos. Seguramente le habrían proporcionado el abrigo en un ropero de la caridad.
¿Y de qué nos conocemos?
Trabajo para la compañía ferroviaria.
¿Y cuál es su función?
Hago encuestas.
¿Me quiere encuestar?
Si no le importa…
Ella asintió, pues no la esperaba nadie en casa y además sentía curiosidad por saber qué tipo de preguntas contendría la encuesta. Prontamente, el hombre sacó una pizarrita con clip y un lápiz del interior de su abrigo.
De uno a diez, siendo uno la nota más baja y diez la más alta, ¿cuál es su grado de satisfacción con el servicio ferroviario?
Nueve.
Y un diez, ¿no?
Ella quiso reír pero se contuvo. ¿Qué tipo de encuestador era aquel que rebatía las respuestas al encuestado?
No he dado un diez porque un día de hace quince años no pude llegar al trabajo pues los maquinistas se habían declarado en huelga.
Ya veo. Pero ¿diría usted que si no hubiera sido por ese imprevisto puntual que en realidad se debió a causas ajenas a la compañía ferroviaria, le otorgaría la nota máxima?
Sí, supongo, aunque no es cierto eso de que fuera por causas ajenas a la compañía, tengo entendido que los maquinistas llevaban tiempo solicitando un aumento de sueldo y la empresa se negaba a concedérselo. Así que la huelga fue responsabilidad de la empresa, como suele ser el caso, además, no es cuestión de ir acusando a la víctima, ¿no le parece?
El hombre se quedó sin respuesta. La encuesta era evidentemente maniquea, seguramente pagada por la empresa ferroviaria para publicar buenos resultados en los medios y darse publicidad. Aun así, sentía curiosidad por saber qué otras preguntas contendría. Solo que ahora el hombre no parecía tener la intención de seguir.
¿Algo más?
No, sí…
Venga hombre, que no tengo todo el día.
Sí, está bien, vamos a ver… ¿si pudiera elegir un medio de transporte para viajar al más allá cuando sea su hora escogería usted el tren?
Pero qué tipo de pregunta era aquella. Entonces ella cayó en la cuenta de que seguramente los empleados de la estación le estaban gastando una broma.
¡Claro que sí! ¡El tren es lo más! Bueno, hasta la vista, amigo.
Se alejó de allí riéndose.
¿Acaso es hoy el día de los inocentes?, le dijo al expendedor de billetes al pasar junto a su ventanilla.
El hombre señaló el calendario que había colgado en la pared.
Es 3 de mayo, Srta. Emma.
No te hagas el tonto que nos conocemos, David, y sabes perfectamente lo que acaba de ocurrir.
La verdad es que no sé de qué está usted hablando, Srta. Emma.
Bah, adiós, hasta mañana.
Salió de la estación con la cabeza bien alta. Ellos podían continuar con su farsa todo lo que quisieran y reírse de ella a sus espaldas. Tomarle el pelo así a una pobre anciana, debería darles vergüenza… Iba por la calle refunfuñando, sin apenas devolver el saludo a cualquiera que se cruzaba con ella.
Al día siguiente, dispuesta a dejar el incidente atrás y no mencionarlo nunca en la vida para no darles el gusto a los empleados de la estación, compró el billete sin intercambiar palabra con nadie.
Cuando llegó el tren, fue a buscar su asiento de siempre pero estaba ocupado por un viajante, gordo y bigotudo, que al verla se levantó el sombrero y sonrió ampliamente. Mascullando maldiciones, fue a buscar otro asiento junto a la ventanilla. Enseguida, el tren arrancó y ante sus ojos empezaron a desfilar las casas del pueblo, y luego los campos verdes. Al poco la invadió un sueño dulcísimo que se posó como polvo de estrellas sobre sus ojos cansados sellándolos para siempre.
ccalduch©23Mar2021