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Cuento de las Reinas Gemelas

Érase dos reinos vecinos venidos a menos, regentados por dos familias emparentadas de lejos. Los dos reinos eran espejos el uno del otro: los palacios, que eran colindantes, contaban con el mismo número de jardines, torreones y almenas, el mismo número de sirvientes y de miembros de la corte; los súbditos de ambos reinos estaban emparentados también entre sí, y su número era también idéntico, de manera que cuando que se producía un nacimiento en un reino se producía uno en el otro, e igual ocurría con los casamientos y defunciones. Estas últimas eran, sin embargo, cada vez más numerosas, mientras que los nacimientos escaseaban.

Había pocos niños así que las escuelas cerraban y cuando morían los viejos las casas se cerraban y acababan por caerse de viejas por falta de habitantes que las cuidaran. Ambos gobiernos encargaron costosos estudios sobre natalidad e idearon fórmulas para fomentarla, pero todos los intentos fracasaron. Nacían niños con defectos extraños y morían al poco tiempo. Este era un mal que afectaba a todos por igual, incluida la realeza.

Así, en cada reino, cada familia real tuvo una sola hija. Curiosamente, las dos princesas nacieron el mismo día, separados sus nacimientos por unos pocos minutos. El día de su nacimiento, las campanas de ambos reinos tocaron, haciéndose eco, durante horas.

Las dos princesas se conocieron cuando contaban dos años, un día en que sus respectivas amas las mostraron la una a la otra desde una ventana. La imagen perduró en la memoria de las dos princesas a pesar de su corta edad. Cuando, ya un poco mayores, jugaban solas en sus respectivos jardines, se presentían la una a la otra tras el muro que separaba sus palacios, un muro que no tardaron en aprender a escalar para finalmente hacerse compañeras. A partir de entonces, se las veía a menudo la una al lado de la otra en la floresta que rodeaba ambos reinos, inventándose juegos y lenguajes salvajes. Las familias reales no se opusieron a aquella amistad, al contrario, la fomentaban invitándose los unos a los otros a sus respectivos palacios en un intento por recomponer antiguos lazos familiares que habían resultado dañados por motivos que se perdían en la memoria de los tiempos. Sin embargo, a medida que crecían, las dos princesas se tornaron malas compañeras. Entre sus disputas más absurdas se contaba demostrar quién de las dos era mayor y por tanto, quien debía ser la que dictara las normas del juego. Al llegar a la adolescencia, las diferencias se acentuaron hasta que la amistad se truncó, y al romperse esta revivieron también las antiguas rencillas entre las dos familias.

Al poco, para paliar la tristeza en la que se sumieron las princesas al perder a su única amiga, sus padres decidieron buscar futuro rey para su reino. Así que ambas cortes agasajaban y hacían fiestas a los mismos príncipes de lejanos reinos. No resultaba nada fácil conseguir postulantes al puesto de rey porque ambos reinos languidecían, cada vez más empequeñecidos tanto en número de súbditos como en su economía. Los pocos pretendientes que se molestaban en responder a las invitaciones habían de escoger entre los festejos que se producían en uno u otro reino, sin saber bien por cuál decantarse, pues aparentemente los dos eran de idénticas características.

Sin embargo, aquellas estrategias casariegas traían sin cuidado a las princesas que siempre que podían se escabullían y salían a corretear por la floresta solitaria que conocían como la palma de su mano. Inevitablemente se encontraban las dos y sin apenas hablar, adivinaban los motivos que las habían llevado hasta allí y al final, una corriente de afecto viejo renacía en ellas y acababan por reconciliarse.

Las princesas coincidían en que no tenían ningún interés en contraer nupcias y cuando habían de participar, a la fuerza, en los festejos organizados por sus padres, se mostraban groseras y fingían tener costumbres y procederes propios de princesas malcriadas. Los infantes, desanimados, desistían y se marchaban en pos de más dóciles esposas y más prósperos reinos.

Ocurrió así que las dos se quedaron sin pretendientes, algo que a ellas no les importaba, pero a sus padres sí, y mucho puesto que sin herederos sus estirpes estaban abocadas a la extinción. Además, los reyes habían contado con conseguir una buena alianza que mejorara las arcas públicas. Los reyes de ambas cortes perdían el sueño a raíz de la rebeldía de sus hijas.

Mientras tanto, la antigua amistad entre las princesas se había rehecho gracias a su interés común por deshacerse de los inoportunos que pretendían establecer derechos sobre ellas y sus reinos. Por aquel entonces las princesas contaban diecisiete años y en nada retomaron su antigua costumbre de salir a dar paseos, ahora ya a caballo, por la floresta.

***

Un día, poco después del último fiasco casamentero, durante su acostumbrado paseo matutino, las princesas rememoraban historias de las glorias pasadas de sus respectivos reinos:

–Nuestros reinos gozaron siempre de gran fama –decía una con gesto ufano.

–El tuyo más que el mío –replicaba la otra.

–No, no en absoluto –decía la primera–. Mira esas montañas –señaló una cadena montañosa que encerraba a los dos reinos– he sabido hace poco que el arquitecto que ingenió el túnel que las atraviesa para que el comercio pueda llegar hasta nosotros era oriundo de tu reino.

–Sí, eso es cierto, pero tu reino es reconocido mundialmente por ser mucho más antiguo e ilustre que el mío –reponía la segunda.

–No, no, por favor –replicaba la primera quitándose importancia–. Nosotros no hemos tenido ingenieros como los vuestros, capaces de producir obras colosales como el acueducto que nos trae el agua desde lejanos manantiales.

–Quizá, pero en la antigüedad tu reino conquistó tierras y pueblos lejanos donde habitaban seres de inimaginable aspecto.

-Quizá, pero tu reino ha producido médicos capaces de encontrar la cura de enfermedades brutales que durante siglos han atormentado al pueblo.

–Sí, pero vosotros habéis tenido eruditos que han estudiado y descrito nuestro idioma determinando que proviene de una lengua antiquísima cuyos orígenes se pierden en la bruma del tiempo y que quizá esté conectada con la lengua de los dioses –dijo la otra.

Así hablaban aquel día, en un intento por reafirmar su reconciliación, sin percatarse de que alguien las seguía a poca distancia. Ese alguien era un forastero que huyendo de la guerra y la pobreza había viajado durante días a través de los mares del mundo y había llegado sin saber cómo hasta la floresta solitaria.

El hombre pronunció unas palabras en una lengua extranjera que las princesas oyeron, pero no comprendieron. Las dos se volvieron al unísono. El hombre pareció maravillado ante las dos damas y se acercó a ellas que, poco acostumbradas a situaciones de peligro, imaginaron que el extraño vestido con harapos, de largas barbas, ojos oscuros y delgada figura, era un asceta de los que se rumoreaba que poblaban las montañas.

–Buen hombre, ¿quién sois? –preguntó una de las princesas en voz baja como si temiera espantar a un animalillo.

El hombre respondió algo en su lengua.

–No nos entiende –dijo la otra en voz baja.

–¿De dónde vendrá? –dijo la primera y volviéndose de nuevo al forastero alzó la voz:

–¿DE DÓNDE SOIS?

–No es sordo, es solo que no te entiende –dijo la otra divertida.

El extraño se llevó la mano a la boca. Las dos se miraron sin saber qué hacer. Nada en su experiencia las había preparado para este momento. Pusieron rumbo a palacio y le hicieron un gesto al hombre para que las siguiera.

***

Dieron de comer al extraño y le buscaron un lugar donde descansar, esperando que al reponerse continuaría su viaje. Pronto se dieron cuenta de que no era aquel el único forastero que se escondía en la floresta. Cada vez menos sorprendidas, procedían de la misma manera: cuando un nuevo forastero les salía al paso, lo llevaban hasta palacio, le daban comer y le buscaban un lugar donde dormir, esperando que al recobrar las fuerzas continuara su camino.

Pronto hubo en cada reino una pequeña flotilla de forasteros de desconocido origen y lengua incomprensible que daban tumbos por los patios de palacio sin saber qué hacer.  El asunto comenzó a preocupar a las buenas gentes de tal manera que finalmente los reyes se vieron en la obligación de actuar para aplacar las inquietudes del pueblo y conservar su favor. Lo que hicieron fue poner el asunto en manos de sus respectivos gobiernos puesto que el devenir de unos extranjeros no era algo que les interesara demasiado. Las cortes, con su habitual impasividad y falta de eficacia, discutieron sobre el asunto durante meses, sin llegar nunca a ninguna conclusión.

Entre tanto, las princesas iban alojando a los forasteros en las casas abandonadas de sus respectivos reinos. Además buscaron a maestros desempleados por la falta de niños para que les enseñaran la lengua y los usos del lugar. Ante esto, el rumor del pueblo fue en aumento:

–¡Les dan casas! ¡Todo para ellos! ¡Y nosotros qué!

Finalmente, tal fue el clamor popular que los reyes les prohibieron a sus hijas entremezclarse en aquellos asuntos. Ellas intentaron razonar con sus padres, sin éxito.

Las cortes promulgaron leyes estrictas para impedir la llegada de forasteros. Cuando las leyes fueron insuficientes y las prisiones estuvieron llenas, mandaron alzar alambradas que acabaron por encerrar los dos reinos en cercos de frío alambre de espino.

Las princesas, tristes, cabalgaban hacia la frontera artificial de sus reinos, pero a medio camino se topaban con la guardia real que las obligaba a dar la vuelta.

Una noche, embozadas en trajes del servicio, las dos juntas atravesaron la alambrada.

Nunca se supo más de ellas.

 

ccalduch©07/06/2020

 

 

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Cuento de la Reina Fea

En un reino legendario por la belleza de sus reinas, nació una vez una princesa fea. Cuando su madre la vio lo primero que hizo fue mandar destruir todos los espejos del reino. Lo hizo a través de un edicto que los pregoneros llevaron hasta los lugares más recónditos de la nación.

La reina decretó que aquel que se resistiera a deshacerse de sus espejos se enfrentaría a años en un torreón frío y oscuro. Así pues, la guardia real incautó miles de espejos que luego destruyeron haciéndolos estallar en mil pedazos contra el suelo del patio de palacio.

A pesar del riesgo, hubo quien no acató la orden y no entregó sus espejos. Cuando esta traición se hacía pública (pues siempre había quién estaba dispuesto a denunciar a su vecino), intervenía la guardia real que arrancaba los espejos de las manos de barberos que discutían, sin éxito, que las órdenes de la reina fueran aplicables a su oficio. Así, los clientes de las barberías quedaron a la merced de la palabra de los barberos, habiendo de confiar en que el corte de pelo o el afeitado se hubiera realizado conforme a su gusto y con pocos trasquilones. La guardia real también hubo de despojar de espejos a algunas damiselas casaderas que se lanzaban ladera abajo para peinarse y acicalarse usando como espejo las aguas tranquilas del río.

Al carecer de espejos, los lugareños salían a la calle al natural, sin parar atención en sus peinados, ni en sus flequillos asimétricos, ni en los pelillos de la barbilla las mujeres, ni en el mal afeitado los hombres, ni en las legañas en los ojos de los niños, ni en las ojeras de las madres recientes, ni en las canas de los ancianos; y al mirarse unos a otros acababan por no decir nada, pues sabían que no estaban en condiciones de criticar a nadie.

Además de declarar prohibidos los espejos, la reina mandó arrancar todos los cristales de las ventanas de palacio. Esto convirtió el palacio en una heladera en invierno y en primavera en un desfile de pájaros como golondrinas y vencejos que entraban raudos en los salones exhalando sus inconfundibles gritos y acababan enredados en las lámparas donde languidecían hasta la extenuación sino era por la intervención de un lacayo, encargado especialmente para esta labor, que se encaramaba a una escalera para liberarlos del enredo de los hilos de las lámparas. Más agradable y vistoso resultaba el palacio en verano cuando se llenaba de mariposas que aleteaban suavemente sobre los jarrones inermes pero coloridos y sobre los tapices que forraban las paredes de los salones. Las mariposas, sin embargo, no tardaban en marcharse por voluntad propia al comprobar que las flores eran pintadas y que carecían de néctar.

La primera infancia de la princesa transcurrió sin sobresaltos entre los muros de palacio. Sus padres la amaban tiernamente, quizá la amaban aún más por ser fea, como si quisieran anticiparse y compensarla por la falta de amor que estaban seguros que habría de sufrir a lo largo de su vida. Su ama también sentía por ella un amor indeleble porque la princesa tenía una disposición amable y dócil y nunca la contrariaba.

La princesa creció sin saber que más allá de los muros de palacio sus súbditos soportaban malos peinados y peores afeitados por su culpa, y que en el mismo palacio las ventanas sin cristales y las tazas de té negras se debían al celo de su madre por protegerla de su propio reflejo.

El ama preveía que llegaría un día en que la princesa habría de enfrentarse a la realidad e intentaba prepararla para aquel día con motivos y razones que de tan velados resultaban incomprensibles para la princesa–por miedo a la reina el ama no podía ser más explícita.

Así que un día, cuando contaba ya quince años, la princesa iba de camino a las cuadras para montar su caballo favorito cuando oyó a dos mozos hablar así:

–Trabajo tendrán en encontrarle marido a la princesa, con lo fea que es.

Era la primera vez que oía aquella palabra. Sin duda, razonó, debía significar algo negativo puesto que las caras de los mozos reflejaban aversión. Pero nunca antes la había oído, ni la había visto escrita, así que no sabía lo que significaba. Intrigada, corrió a su cámara y la buscó en un diccionario, pero después del término Fe y antes de llegar a Feble, había una entrada borrada con trazos negros que resultaba imposible de adivinar. Más intrigada aún, corrió al ama y le preguntó qué significaba la extraña palabra. A la buena mujer se le transfiguró el rostro al oírla y tuvo que sentarse para no caer al suelo.

–Amita, ¿qué te pasa? –preguntó alarmada la princesa.

–¿Quién te ha dicho eso… dónde lo has oído? –murmuró la mujer.

–Dos mozos de la cuadra andaban hablando de mí. ¿Qué significa fea, amita?

–¡Calla, cierra la puerta, ven aquí! –la instó el ama cada vez más confusa, asustada y pálida.

Cuando la princesa estuvo a su lado, el ama le dijo en voz baja:

–Nunca le digas a tu madre lo que has oído, si lo haces a esos desgraciados los…

El ama no pudo continuar. Cayó muerta en el sitio.

***

Los funerales por el ama y la tristeza por su pérdida mantuvieron a la princesa ocupada durante una temporada. Lloraba sin poderlo evitar cada vez que recordaba como la buena mujer había velado su sueño todas las noches de su vida, como se había preocupado de ella cuando había estado enferma y como le había enseñado el alfabeto y los números.

A aquella tristeza se le unía el sentimiento de culpa pues la princesa creía que ella misma había precipitado su muerte con sus preguntas atolondradas que habían arrastrado a la buena mujer a un estado de alarma fatal los motivos del cual ella no lograba comprender.

Pasado un tiempo prudencial, decidió ir en busca de los dos petimetres que había oído hablando sobre ella y que habían ocasionado la muerte de su querida ama. Los dos mozos, al verla, hicieron una profunda reverencia.

–¿Queréis que ensillemos vuestro caballo, excelencia? –preguntó uno.

–¿Creéis que soy fea? –preguntó a bocajarro la princesa.

Los dos mozos, que no tendrían más de quince años, palidecieron. Incapaces de decir palabra, clavaron la mirada en el suelo.

–¡Hablad! –ordenó la princesa–¡Hablad o de lo contrario mandaré que os azoten!

Se sorprendió a sí misma por la contundencia con la que su voz resonó en la cuadra, pero era una amenaza vacía. Le había oído decir aquello mismo a su madre cientos de veces a las doncellas que se distraían al vestirla o al peinarla, aunque finalmente el castigo nunca se llevaba a cabo.

–¿Qué queréis que digamos, excelencia? –murmuró uno de los mozos sin atreverse a desclavar la vista del suelo.

–¿Qué quisisteis decir cuando dijisteis que era fea? –dijo la princesa.

–No hablábamos de vuestra excelencia –balbuceó uno de los mozos.

–No me mientas –dijo ella con voz regia–. Si hacéis lo que os pido, prometo que no os pasará nada.

Los mozos se miraron el uno al otro. Los dos pensaron lo mismo. Aquello solo podía ser una encerrona, la guardia real debía estar al acecho para una vez hecha la confesión llevarlos presos al torreón, a las galeras o aún peor (corrían rumores de que la reina mandaba arrancarle los ojos a cualquiera que osara decir que la princesa era fea).

–¡Vamos, no tengo todo el día! –los instó la princesa.

–¿Juráis que no nos ocurrirá nada? –preguntaron.

La princesa asintió.

–Feo es… uno que… uno que tiene…  –empezó uno señálandose el rostro.

La princesa, aunque impaciente, se dio cuenta de que al muchacho le faltaban las palabras.

–Decidme qué veis en mi cara que me hace fea.

–Vuestra excelencia tiene –empezó uno señalándose la nariz– la nariz grande y picuda.

–… los ojos saltones como de rana –dijo el otro.

–… la dentadura grande como de caballo… –siguió el primero más suelto.

–… las orejas muy separadas de la cabeza…–dijo el segundo.

–… el cabello de color del agua sucia…

–¡Basta! –gritó la princesa que había comprendido al fin.

–¿Nos hará azotar, vuestra excelencia? –preguntó uno de los mozos con voz temblorosa.

–Ya os he dicho que no os pasaría nada si me decíais la verdad –dijo ella.

Los mozos hicieron profundas reverencias mientras la princesa se retiraba cabizbaja. No estaba triste sino confundida. Por fin había descubierto el motivo por el cual todos miraban hacia otro lado cuando se cruzaban con ella. Su rostro era el motivo, su rostro les resultaba insoportable a los demás aunque ella no podía imaginar cómo era aquel rostro porque nunca lo había visto.

Cuando aquella tarde su madre le preguntó qué la afligía ella, para desviar la atención, recordó la muerte de su buena ama. Luego se encerró en su cámara y se palpó la cara con las manos. No le hacía falta verse en un espejo para comprender que los mozos tenían razón, pero lo que no comprendía era qué importancia tenía si su nariz era picuda, los ojos saltones y la dentadura de caballo. Había aprendido de su madre y de su ama en no darle valor a cualidades efímeras. Ellas siempre la habían dirigido hacia cualidades como la inteligencia y el coraje, la compasión y la bondad, cualidades que las protagonistas de los cuentos de su infancia poseían en gran medida. Sin embargo, de repente, una nueva perspectiva se había abierto ante ella. Y se preguntaba si sería posible que su madre y su ama también hubieran pensado que carecer de un rostro bonito sería un problema para ella, y si no por qué aquel empeño en ocultarle la verdad. Después de horas de reflexionar así, decidió dejar de darle vueltas e ir a hablar con su madre.

***

La reina se hallaba aquella noche en su cámara acompañada por una doncella que estaba trenzando su largo cabello rubio como el oro. La princesa contempló el rostro de su madre que era de facciones perfectamente simétricas, con ojos azules grandes, nariz y boca pequeñas y graciosas. Nunca antes se había parado a pensar que ella y su madre no se parecían en nada.

La reina al ver a la princesa parada en la puerta le hizo un gesto para que se acercara.

–¿No puedes dormir, hija? –preguntó la reina.

–Madre, ¿por qué me habéis ocultado que soy fea? –preguntó la princesa.

La reina contrajo el rostro en un gesto contrariado e hizo un gesto a la doncella para que se retirara.

–¡Eso no es verdad! ¿Quién te ha dicho eso? –preguntó poniéndose en pie.

–Madre, sí es verdad pero a mí no me importa. Quiero saber por qué es importante para ti.

La reina tardó en decidirse a hablar.

–¿Quién dice que sea importante para mí? –dijo al final.

­–¡Madre, por favor! –exclamó la princesa riendo–. ¡Habéis prohibido los espejos, en las ventanas de palacio no hay cristales y las tazas de té son negras!

–Lo hice por ti, no quería que…

–Que viera el reflejo de mi feo rostro.

–No, hija, yo no creo que tu rostro sea…

Incapaz de pronunciar la palabra, la frase murió en el aire.

–Madre, a mí no me importará ser la primera reina fea de este reino y tampoco debería importarte a ti, así que devuélvele a la gente los espejos y manda colocar vidrios en las ventanas.

La reina hizo un gesto para que su hija se acercara aún más a ella, entonces le dio un beso en la mejilla y los ojos se le llenaron de lágrimas.

–Prométeme que harás lo que te he dicho –dijo la princesa en voz baja.

La reina asintió finalmente y la princesa sonrió. Entonces se vio reflejada en los ojos húmedos de su madre pero lo único que vio fue su sonrisa.

 

ccalduch©05_31_2020

 

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Chinches (Historias de Barna 13)

A veces, a la hora de la sobremesa, venía a casa una vecina de mi madre, de las de toda la vida, que se llamaba Sra. Anita y que tenía un perrito faldero de esos que ladran más que guardan. No lo he dicho pero el segundo sitio donde vivimos, el que daba sobre el mercado, estaba situado en el barrio de mi infancia y estaba poblado por personajes de mi infancia como la Sra. Anita que tendría unos setenta años, era menuda y redonda de caderas y tenía el pelo blanco como la nieve. La Sra. Anita llamaba siempre tres veces al timbre por si acaso no la oíamos y daba unos timbrazos breves y seguidos y por ellos, y por los ladridos del caniche, sabíamos que era ella.

–Ahí está…–decía mi compañero señalando hacia la puerta y levantándose rápido de la mesa para perderse en el despacho.

–Sí, muy bien, ya abro yo –murmuraba yo suspirando.

Que no le abriera, decía él quedándose tan ancho, pero yo no me atrevía. Era algo atávico, algo que no sabría explicar. Como si los personajes de mi infancia ejercieran un sutil control sobre mí. Además, si no abría quedaría mal, de manera irreparable, de aquella manera única de quedar mal que solo existe en mi barrio y que quizá no exista en ninguna otra parte del mundo –no he conocido nunca gente igual y eso que me he movido bastante– y quedaría mal porque era evidente que estábamos en casa porque los balcones estaban abiertos y era la hora de la siesta. Y si no abría me vocearía por todo el barrio, eso era seguro como que cada día sale el sol, como también era seguro que cuando viera a mi madre le pondría la cabeza como un bombo con las quejas.

Así que un día de principios de mayo abrí a la Sra. Anita cuando llamó a la puerta y la hice pasar y sentarse a la mesa y nos serví dos cafés. Como siempre traía un cuarto de churros de la churrería de la Rambla en una papelina, y al abrirla el azúcar se derramó sobre la mesa y un poco de azúcar fue a parar al suelo y el perro se puso a lamer el suelo con gusto. Por no hacerle un feo a la Sra. Anita mojé un churro en el café –aunque no me gustan mucho los churros porque les saco gusto al aceite requemado y luego me repiten– y ella me puso al día sobre las novedades mientras yo fingía que la escuchaba aunque entre mí estaba pensando que se estaba poniendo el cielo negro y teníamos la ropa tendida. Pero no dije nada, ni me quejé porque, según mi madre, a la Sra. Anita había que seguirle la corriente para que no se suicidara.

Desde que su señor marido pasó a mejor vida a la Sra. Anita, que siempre que podía lo sacaba a relucir, lo llamaba santo y decía haberlo amado con locura, se le había ido un poco la chaveta y se había intentado matar dos veces, la primera con pastillas (no tomó bastantes) y la segunda con una cuchilla de afeitar (no cortó demasiado profundo). Las dos veces la rescató una vecina de su mismo rellano a la que la misma Sra. Anita llamó por teléfono para despedirse de ella y de todos. Así que desde entonces todos los que la conocían le seguían la corriente y le daban la razón, siempre. Pero siempre.

Y cuando explicaba sus batallitas de como cuando después de la guerra bajaron del pueblo y se metieron los doce que eran en un piso sin baño y que se lavaban en un barreño, y que en cada cuarto dormían cinco y cuando llegaba algún primo del pueblo también se metía allí y dormía en el suelo del comedor hasta que se buscaba la vida; y cuando hablaba del picor insoportable de las chinches y del olor repugnante que hacían cuando las estrujaban, y como su padre había encalado el piso de arriba abajo cuando ya no pudieron más con las chinches; y cuando contaba como no había colchones para todas las camas y que repartían un colchón entre dos camas y los pies les quedaban fuera del colchón y tenían que poner unas mantas para que los ganchos del somier no se les clavaran; y cuando contaba como la abuela que no tenía dientes, y solo comía gachas, escupía en el plato para que nadie más comiera si se dejaba algo; y cuando contaba la suerte que tuvo cuando conoció a su marido y se casó con él y se vinieron a vivir a nuestro barrio en la época en la que las chimeneas aún tiraban a todo trapo, y el marido, un señor viudo aunque joven, era un jefe en la Renfe que se ganaba muy bien la vida, y como desde que se casó sí que empezó a vivir bien, y aún tuvo en el piso a realquilados a los que les prohibía dormir con calcetines y para meterles miedo les decía que eso daba cáncer, y cuando contaba que quizá por su soberbia Dios la había castigado no dándole hijos… y al final, cuando acababa de contar sus batallitas que no le importaban a nadie más que a ella, yo asentía y decía amén a todo, y ella suspiraba profundamente, se quedaba mirando hacia el infinito y luego se metía otro churro en la boca.

Otras veces le daba por explicar anécdotas de la época de mi infancia, que era peor que cuando contaba batallas de la posguerra porque me obligaba a prestarle atención ya que a veces me pedía detalles y muchas veces le fallaba la memoria, pero siempre quería tener la razón y si yo la contradecía la situación se volvía peliaguda.

Pues aquel día justamente se empeñó en que para la primera comunión me había regalado una cruz de plata y que yo me había puesto contenta, según mi madre, pero que como era tan tímida no subí a su casa a darle las gracias como correspondería… Eso no había ocurrido nunca, de eso estaba yo segura, lo que es más, creo que no me regaló nada, pero lo dejé pasar para no contradecirla y asentí distraída porque estaba con un ojo en el reloj y se acercaba la hora de ir a buscar al niño al colegio y de desembarazarme al fin de aquella buena señora.

Y cuál no sería mi sorpresa cuando a los pocos días de aquella conversación, subió mi madre a casa blanca como una sábana. Era por la mañana, hora de hacer la faena y por tanto hora extraña para que mi madre se pasara por allí. Al verla de aquella manera pensé en malas noticias del médico, o en un accidente, o en algo peor. La hice sentar y le puse una infusión. Esperé a que hablara y cuando lo hice no podía creerlo. Al parecer la Sra. Anita iba hablando mal de mí, que era una tal y una cual…

–Que dice que estuvo aquí y que no le abriste la puerta –dijo mi madre entre sorbos de manzanilla.

–¿Pero eso cuándo fue?

–Pues hará un par de días.

O sea ese mismo lunes porque ese día era miércoles y la Sra. Anita nos daba fiesta los fines de semana y además los chismes en el barrio tardaban unas 48 horas en germinar. Hice memoria: el lunes no habíamos hecho nada especial pero tampoco recordaba que nadie hubiera llamado al timbre a la hora de comer.

–Dime la verdad, ¿no le abriste, no? –insistió mi madre.

–Pero ¿qué dices? Si ha estado viniendo día sí día también, con el perro y todo y nunca le he hecho un feo –me defendí–. ¿Por qué habría de hacérselo ahora?

–Dice que te sacó a relucir algo de la comunión y que te lo tomaste mal. Y que desde ese día no puede dormir.

Me habría echado a reír si mi madre no hubiera estado tan asustada.

–No es verdad, así que ni caso –dije, encogiéndome de hombros.

Pero ella erre que erre, que la Sra. Anita insistía en que había estado en mi casa y que no le habíamos abierto. Intenté convencerla de que la Sra. Anita tenía cero credibilidad y que no debería tomársela tan en serio. Pero fue misión imposible así que intenté cambiar de tema y contarle las últimas proezas del niño en el cole, que eso siempre la alegraba. Pero mi madre no me estaba escuchando, y como si tuviera el cráneo hecho de cristal yo podía ver los engranajes de su cerebro calculando las probabilidades de lo que ocurriría si nos posicionábamos permanentemente en el lado oscuro, es decir, en la lista negra de la Sra. Anita.

–Será mejor que vayas a hablar con ella y te disculpes –dijo al final.

–Ni de coña –dije yo.

–Pues entonces lo haré yo, para evitar males mayores –dijo ella haciendo un gesto resuelto.

–Pero ¿qué males mayores, ni qué tonterías?

–Dijo que la próxima vez se tiraría por el balcón –dijo mi madre en voz baja.

–Pero que no se va a tirar por el balcón, por Dios.

No llegamos a ninguna conclusión y mi madre se marchó como había venido, quizá no llevaba la cara tan desencajada que traía al llegar pero su ánimo había mejorado poco. En el fondo estaba deseando que yo dijera a todo amén, como siempre, y que me arrastrara ante la Sra. Anita. Antes verás volar a los cerdos, pensé.

Mi madre nunca me contó si se disculpó en mi nombre ante la Sra Anita y yo nunca le pregunté. El tema se quedó ahí y como la Sra. Anita no volvió por mi casa, me sentí liberada de un gran peso. Y no se tiró por el balcón, como había prometido. Su final fue menos épico. Paseando al perro por el parque resbaló sobre una piel de plátano y se cayó golpeándose la cabeza en unas piedras, con tan mala pata que nadie pudo evitar que se fuera al otro barrio a hacerle compañía a su señor marido al que tanto había querido y al que tanto echaba de menos.

ccalduch@2018-08-19

 

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La estampa (Historias de Barna 12)

Poco antes del cambio de siglo llegó al barrio una familia inmigrante que se instaló en una casa de pescadores, de esas tan típicas de finales del siglo XIX, de dos plantas, que con el tiempo había llegado a tener un comercio en los bajos y vivienda en el primer piso. El comercio había sido hasta finales de los ochenta una pescadería que, según decían, le había hecho bastante daño a las paradas del mercado. Desde que la cerraron nadie había ocupado la casa y la planta baja se había convertido en un habitáculo favorito de gatos que se colaban por debajo de la verja oxidada, medio rota, atraídos por el olor a pescado que nunca se acabó de disipar del todo. Los recién llegados alquilaron la casa por cuatro chavos, echaron a los gatos, lo limpiaron todo bien, construyeron un altillo en el primer piso y se instalaron allí con sus seis hijos –tres chicos y tres chicas, de edades comprendidas entre los dos y los catorce años. Nadie sabía bien de dónde procedían y por el aspecto rubicundo de los niños y su habla extraña a algunos les dio por llamarlos los «rusos». Con el tiempo comprendimos que no eran rusos y que no solo era por el obstáculo del idioma que no sabíamos de dónde eran exactamente, sino porque ellos mismos propiciaron la confusión en su afán por ocultar el hecho de que eran serbios. Quizá en su tierra estarían mal mirados después de la guerra pero para la mayoría de los vecinos del barrio –que no habrían sabido decir quién era quién en la horrenda guerra de Bosnia– que fueran bosnios o serbios no tenía mayor importancia.

–Lo que habrán pasado esa gente solo Dios lo sabe –era el consenso general.

Al poco tiempo de llegar, el padre, Lazar, asesorado y acompañado por un primo suyo que llevaba más tiempo en el país y dominaba algo más el idioma, ya estaba trabajando como pintor en una obra. Por las tardes, cuando volvía a casa lo hacía arrastrando los pies pero siempre traía algo para sus hijos pequeños: bolas de chocolate con juguetes imposibles dentro, una bolsa de patatas fritas o palomitas. A la hora acostumbrada, sus hijos ya lo estaban esperando en la calle y al ver su enorme figura dar la vuelta a la esquina, corrían hacia él y saltaban a su alrededor esperando su regalo e incitándole a juegos que probablemente jugaban juntos en otras ocasiones, pero que ahora el hombre rechazaba por necesidad. Sin embargo, si se cruzaba con algún vecino sonreía amablemente y hacía un gesto benévolo con la cabeza a modo de saludo. Otras veces, si se atrevía con un saludo verbal, intuía ya casi antes de abrir la boca que se iba a equivocar, y antes de acabar ya lo veías reírse y menear la cabeza.

Una vez presencié el final de una escena curiosa entre Lazar, la mujer de éste y una vecina. Me pareció entender que Lazar había confundido la mañana con la noche al saludar a la vecina y a esta le había parecido todo tan gracioso que se había echado a reír, llevándose una mano al pecho y poniendo la otra en el brazo de Lazar. La mujer de Lazar, Elena, salió de su casa alertada por las risas, fue hasta donde estaba su marido y se lo llevó. La vecina murmuró, Ay, hija, ni que te lo fuera a robar, anda, anda, id a hacer otro crío... Y mientras Elena se llevaba a su marido del brazo, le iba recriminándole algo en su idioma y él se dejaba llevar sin decir nada y yo imaginé que todo aquello era porque a ella le sabía mal que las vecinas se echaran unas risas a su costa aunque mi compañero, más perspicaz que yo, me hizo ver que quizá los motivos eran más soeces de lo que yo imaginaba. Lejos de dejarse disuadir, en la siguiente ocasión Lazar volvía a probar con el idioma y si volvía a confundir la mañana con la noche, o la sal con el azúcar, y la misma vecina u otra, se reía mientras batía sus pestañas, él no parecía darse ni cuenta, ni parecía darle mayor importancia.

Algo que Lazar sí tomaba bien en serio era su religión y aunque no comprendiera ni una palabra de lo que el cura dijera no pasaba domingo sin que toda la familia acudiera a la iglesia ortodoxa que quedaba a tres paradas de metro de donde vivían. A la vuelta, Lazar traía estampas que repartía entre los vecinos. Una vez me dio a mí una estampa en la que se veía a Jesús envuelto en una luz dorada, vestido con una túnica blanca inmaculada, con el pecho abierto y el corazón en carne viva en el centro. Sus ojos eran profundos, llenos de una comprensión que parecía ir más allá de la capacidad de la mente humana. La imagen me dio escalofríos. Quise devolverle la estampa a Lazar alegando que sería absurdo que la malgastara dándomela a mí, que yo no creía, quise decirle que no podía llevármela a casa, que si mi hijo la veía haría preguntas difíciles y que mi compañero haría humor negro con ella, ya le veía preguntándome si era una carta perdida de una baraja, el rey de corazones, como mínimo… Pero sabía que Lazar no entendería nada así que me quedé con la estampa en la mano, mordiéndome la lengua, sonriendo incómoda, mirándolo, y era tan alto que para mirarlo tenía que levantar la cabeza y era tan ancho que tapaba el sol, y al mirarlo a los ojos me pareció tan magnético como el mismo Jesús. Y entonces temí que Elena saliera y me diera un ladrido y al final, hice el gesto de devolverle la estampa y él la cogió pero no se la guardó en el bolsillo sino que se la llevó al corazón y luego me la volvió a dar y como yo no la cogía, la deslizó en mi bolso. Durante todo aquel intercambio él no dijo nada, ni mañana, ni noche, ni sal, ni azúcar, ni nada y no le hacía falta porque sus ojos profundos y oscuros hablaban con una compasión infinita que yo no comprendería nunca. 

La estampa del Sagrado Corazón permaneció en un bolsillo interior de mi bolso durante mucho tiempo y ya ni recordaba que la tenía cuando para algún cumpleaños me regalaron un bolso nuevo. Al verla, me acordé de Lazar que para entonces ya no vivía en el barrio. Un buen día, la antigua pescadería amaneció con la verja bajada, cerrada a cal y canto. Nunca supimos qué fue de la familia, si acaso volvieron a su tierra o se mudaron a otra parte de Barcelona. Por lo que respecta a la estampa, aún no he podido deshacerme de ella, quizá me de respeto tirarla, o quizá sea porque le he cogido cariño. Durante algún tiempo estuvo dando vueltas por casa, hasta que fue a parar al fondo del cajón del mueble del comedor donde allí sigue

 

ccalduch@Aug 2, 2018

 

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Esqueletillo en el cajón (historias de Barna 11)

Un mañana estaba yo dando un sorbo al segundo café del día ante la ventana de nuestra galería que daba a una calleja estrecha, cuando vi a alguien abajo en la calle que habría de pesar en mi conciencia durante algún tiempo. Lo seguí con la mirada mientras cruzaba mi campo visual, un recorrido que duraba unos segundos, y tuve que admitir que si me había fijado en él era porque era justo mi tipo: alto, moreno, de hombros robustos, con el pelo negro, algo largo sobre la frente. Acabé de verlo pasar algo deslumbrada, como quién ve salir el sol, anoté la hora (diez menos cuarto) y volví al despacho donde me esperaba el trabajo del día.

Al día siguiente a la misma hora, las diez menos cuarto de la mañana, volví a pararme ante la ventana preguntándome si el mismo tipo del día anterior volvería a pasar. Para mi sorpresa, sí lo hizo. Y al día siguiente también, y al siguiente.

Aquello se convirtió en rutina. Hacia las nueve cuarenta de la mañana me preparaba el segundo café del día y me paraba ante la ventana a esperar a que apareciera el extraño, lo seguía con la vista hasta que se desvanecía por la esquina y luego volvía al trabajo.

Durante unas semanas tuve suficiente con verlo pasar y con la excitación súbita de haber de esconderme tras la cortina cuando me parecía que él miraba hacia arriba, hacia donde yo estaba. También me entretenía haciendo cábalas sobre cuál sería su destino tras pasar por la calle. Supuse que iría hacia la Rambla o quizá al mercado. Intrigada, decidí seguirlo.

Una mañana dije en casa que tenía que bajar al súper a comprar café, salí a las nueve cuarenta en punto y bajé la escalera con el corazón batiendo a mil. Me escondí en una esquina como un ladrón y esperé. Él tardaba y yo me pregunté si justo aquel día habría decidido hacer otro recorrido, pero al poco apareció y yo me pegué a su sombra al verlo pasar y lo seguí hasta la Rambla donde se paró ante una tienda de discos.

Al parecer trabajaba allí porque sacó una llave y levantó la reja lo suficiente como para pasar por debajo. Una vez dentro, se volvió para acabar de subir la reja que rasgó el aire con aquel sonido metálico tan característico, y nuestras miradas se cruzaron un segundo. Ninguno dijo nada porque no había nada que decir, y yo pasé de largo. En la primera bocacalle de la Rambla torcí a la derecha y regresé a casa con las manos vacías. De esto último solo me di cuenta cuando entré en casa y mi compañero me preguntó si no había comprado el café. Dije que en el súper no tenían café y él me miró extrañado. Fue entonces cuando sentí la primera punzada de la culpa. Acababa de soltar, como quién no quiere la cosa, la segunda mentira.

Acuciada por la culpa, durante el resto del día debatí en mi mente la necesidad de olvidarme del tema. Era absurdo, peligroso e innecesario meterse en camisa de once varas, me dije. Pero un pequeño demonio en mi cabeza no me permitía pasar página y a la mañana siguiente me volví a parar ante la ventana a esperar a Discman, que es como había bautizado al vendedor de discos.

 

Un buen día mi compañero y yo pasamos ante la tienda de discos y en el escaparate vimos el último CD de un grupo de moda que a él le llamó la atención. Quería entrar y mirárselo mejor pero yo dije que teníamos que ir a buscar al niño al colegio y que aún teníamos que ir a la compra. Él miró el reloj y dijo que había tiempo. Como no pude alegar ningún motivo de peso que justificara mi negativa, entramos.

Yo me entretuve revolviendo CDs de música clásica en un lateral de la tienda. Un CD de Mozart, algo polvoriento, me llamó la atención y le di vueltas en la mano. Era la sinfonía Júpiter pero el precio que marcaba era elevado y al final lo devolví al cajón. Mientras tanto, mi compañero y Discman conversaban sobre música y sobre el grupo en cuestión. Discman se mostraba afable y al parecer era un entendido. Tenía los ojos grandes y oscuros, una bonita sonrisa de vendedor y una voz agradable. Yo lo miraba de reojo a la vez que temía estar siendo demasiado evidente. Me urgía escapar pero habría resultado sospechoso que saliera a la calle de repente así que aguanté el tipo y puse cara de póker. Hecha la compra, Discman metió el CD en una bolsita de plástico roja con el logotipo de la tienda y se lo dio a mi compañero. Salimos a la calle y él me preguntó si me pasaba algo, al parecer estaba seria. Le dije que no me caía bien el vendedor de discos.

–Pero, ¿qué dices? ¡Si es la mar de majo!

–Es un guaperas, un creído y un chulo piscinas –repuse.

Mi compañero confesó no entender mi postura y me dejó como caso perdido. Al llegar a casa sacó el CD de la bolsa que quedó abandonada en el sofá, y lo puso. La música era interesante, tenía tintes de folk irlandés y jazz. Cuando me preguntó si me gustaba solo dije “Bah” y él afirmó entonces que definitivamente estaba muy rara. Apagó el estéreo y salió a buscar al niño al colegio. Entonces cogí la bolsa roja, como el avaro se abalanza sobre unas monedas, y la metí en el último cajón de mi mesilla de noche. Me hice una nota mental para solo abrir aquel cajón y mirar la bolsa cuando estuviera sola en el dormitorio. Temía que si él se daba cuenta de que guardaba aquella bolsa como oro en paño, me vería obligada a dar alguna explicación. Me esforcé en idear posibles explicaciones por si aquello ocurría, pero no hubo necesidad. Cuando, pasado el tiempo, irremediablemente llegó el día en que yo olvidé que la bolsa estaba allí y mi compañero abrió el cajón para guardar algunos de mis calcetines y la vio, simplemente creyó que yo la había conservado, junto con el tiquet, por si el CD tenía algún defecto. Tal bondad e ingenuidad de su parte solo sirvió para exacerbar mi sentimiento de culpa.

Entre tanto, Discman seguía pasando por la calle a la hora acostumbrada y yo seguía parándome a verlo, sin imaginar que aquel affaire unilateral del que me sentía culpable hasta las trancas, tenía los días contados.

Un día mi compañero llegó a casa con dos CDs en su correspondiente bolsa roja con el logotipo de la tienda de discos y anunció:

–Van a cerrar la tienda de discos en la Rambla. Está todo a mitad de precio.

–¿Qué? ¿Y por qué? –exclamé, con algo más de exaltación de la que cabía presuponerme, teniendo en cuenta que yo no compraba nunca música.

Al darme cuenta de mi exagerada reacción, enrojecí hasta el colodrillo. Él no lo notó, al parecer, y solo se encogió de hombros.

–Supongo que por la piratería –dijo.

–¿Y ahora qué? ¿No dijiste que era la única tienda de discos del barrio? ¿Y los empleados qué, es que nadie piensa en la gente que se va a quedar sin trabajo?

Sorprendido por mi repentino interés en el tema, él siguió hablando sobre la piratería, dijo que acabaría por aniquilar las tiendas de discos igual que en los ochenta los videos habían matado a los cines de barrio.

No podía creerlo y me dije que tenía que verlo con mis propios ojos. Al día siguiente fui a la tienda de discos. Los escaparates estaban casi vacíos, todo tenía un aspecto triste y dejado, grandes letreros amarillos anunciaban liquidación por cierre en letras negras que sobre el amarillo hacían daño a la vista. Cogí aire como quien se tira a una piscina y abrí la puerta. La campanilla sonó desesperadamente cuando la puerta cayó sobre sus goznes.

Discman estaba tras el mostrador revolviendo entre cajas. Al verme entrar, anunció que todo estaba a mitad de precio y me preguntó si buscaba algo en concreto. Con el corazón en la garganta y toda la sangre agolpada en la cara, dije que no.

–No queda mucho –añadió.

No sabía qué hacer. De hecho, no sabía qué había ido a hacer allí, mi mente era un batiburrillo de emociones y pensamientos, así que fui hasta la sección de música clásica como por inercia. Allí seguía el CD de Mozart que había visto meses atrás, lo saqué de entre el resto de CDs que quedaron abandonados en el cajón y lo llevé al mostrador.

–Buena elección –dijo él.

Saqué la tarjeta de crédito del bolso.

–Ah, no –dijo–. No puedo cobrar con tarjeta. Hemos desconectado el servicio.

No supe qué decir. Aquello era un contratiempo porque yo no llevaba metálico en el bolso. Pero de repente supe que quería aquel CD desesperadamente y él lo debió notar porque dijo:

–Mira, como que veo que tienes buen gusto no te lo cobro.

Me negué, dije que no lo podía aceptar, pero él ya lo había metido en una bolsa roja y lo había puesto en mi mano.

–Me pasaré a pagar mañana –prometí.

Él me despachó con un gesto sin más y sin advertirme de que aquel era el último día en que la tienda estaría abierta. Antes de salir me miró con sus ojos grandes italianos y sonrió. Yo no sabía que era la última vez que lo veía. Me fui a casa y decidí que regresaría al día siguiente con un plan mejor. Pero cuando volví al día siguiente, la tienda estaba cerrada.

Al poco se instaló allí una tienda de pinturas.

 

ccalduch@2018-07-07

 

 

 

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