Érase dos reinos vecinos venidos a menos, regentados por dos familias emparentadas de lejos. Los dos reinos eran espejos el uno del otro: los palacios, que eran colindantes, contaban con el mismo número de jardines, torreones y almenas, el mismo número de sirvientes y de miembros de la corte; los súbditos de ambos reinos estaban emparentados también entre sí, y su número era también idéntico, de manera que cuando que se producía un nacimiento en un reino se producía uno en el otro, e igual ocurría con los casamientos y defunciones. Estas últimas eran, sin embargo, cada vez más numerosas, mientras que los nacimientos escaseaban.
Había pocos niños así que las escuelas cerraban y cuando morían los viejos las casas se cerraban y acababan por caerse de viejas por falta de habitantes que las cuidaran. Ambos gobiernos encargaron costosos estudios sobre natalidad e idearon fórmulas para fomentarla, pero todos los intentos fracasaron. Nacían niños con defectos extraños y morían al poco tiempo. Este era un mal que afectaba a todos por igual, incluida la realeza.
Así, en cada reino, cada familia real tuvo una sola hija. Curiosamente, las dos princesas nacieron el mismo día, separados sus nacimientos por unos pocos minutos. El día de su nacimiento, las campanas de ambos reinos tocaron, haciéndose eco, durante horas.
Las dos princesas se conocieron cuando contaban dos años, un día en que sus respectivas amas las mostraron la una a la otra desde una ventana. La imagen perduró en la memoria de las dos princesas a pesar de su corta edad. Cuando, ya un poco mayores, jugaban solas en sus respectivos jardines, se presentían la una a la otra tras el muro que separaba sus palacios, un muro que no tardaron en aprender a escalar para finalmente hacerse compañeras. A partir de entonces, se las veía a menudo la una al lado de la otra en la floresta que rodeaba ambos reinos, inventándose juegos y lenguajes salvajes. Las familias reales no se opusieron a aquella amistad, al contrario, la fomentaban invitándose los unos a los otros a sus respectivos palacios en un intento por recomponer antiguos lazos familiares que habían resultado dañados por motivos que se perdían en la memoria de los tiempos. Sin embargo, a medida que crecían, las dos princesas se tornaron malas compañeras. Entre sus disputas más absurdas se contaba demostrar quién de las dos era mayor y por tanto, quien debía ser la que dictara las normas del juego. Al llegar a la adolescencia, las diferencias se acentuaron hasta que la amistad se truncó, y al romperse esta revivieron también las antiguas rencillas entre las dos familias.
Al poco, para paliar la tristeza en la que se sumieron las princesas al perder a su única amiga, sus padres decidieron buscar futuro rey para su reino. Así que ambas cortes agasajaban y hacían fiestas a los mismos príncipes de lejanos reinos. No resultaba nada fácil conseguir postulantes al puesto de rey porque ambos reinos languidecían, cada vez más empequeñecidos tanto en número de súbditos como en su economía. Los pocos pretendientes que se molestaban en responder a las invitaciones habían de escoger entre los festejos que se producían en uno u otro reino, sin saber bien por cuál decantarse, pues aparentemente los dos eran de idénticas características.
Sin embargo, aquellas estrategias casariegas traían sin cuidado a las princesas que siempre que podían se escabullían y salían a corretear por la floresta solitaria que conocían como la palma de su mano. Inevitablemente se encontraban las dos y sin apenas hablar, adivinaban los motivos que las habían llevado hasta allí y al final, una corriente de afecto viejo renacía en ellas y acababan por reconciliarse.
Las princesas coincidían en que no tenían ningún interés en contraer nupcias y cuando habían de participar, a la fuerza, en los festejos organizados por sus padres, se mostraban groseras y fingían tener costumbres y procederes propios de princesas malcriadas. Los infantes, desanimados, desistían y se marchaban en pos de más dóciles esposas y más prósperos reinos.
Ocurrió así que las dos se quedaron sin pretendientes, algo que a ellas no les importaba, pero a sus padres sí, y mucho puesto que sin herederos sus estirpes estaban abocadas a la extinción. Además, los reyes habían contado con conseguir una buena alianza que mejorara las arcas públicas. Los reyes de ambas cortes perdían el sueño a raíz de la rebeldía de sus hijas.
Mientras tanto, la antigua amistad entre las princesas se había rehecho gracias a su interés común por deshacerse de los inoportunos que pretendían establecer derechos sobre ellas y sus reinos. Por aquel entonces las princesas contaban diecisiete años y en nada retomaron su antigua costumbre de salir a dar paseos, ahora ya a caballo, por la floresta.
***
Un día, poco después del último fiasco casamentero, durante su acostumbrado paseo matutino, las princesas rememoraban historias de las glorias pasadas de sus respectivos reinos:
–Nuestros reinos gozaron siempre de gran fama –decía una con gesto ufano.
–El tuyo más que el mío –replicaba la otra.
–No, no en absoluto –decía la primera–. Mira esas montañas –señaló una cadena montañosa que encerraba a los dos reinos– he sabido hace poco que el arquitecto que ingenió el túnel que las atraviesa para que el comercio pueda llegar hasta nosotros era oriundo de tu reino.
–Sí, eso es cierto, pero tu reino es reconocido mundialmente por ser mucho más antiguo e ilustre que el mío –reponía la segunda.
–No, no, por favor –replicaba la primera quitándose importancia–. Nosotros no hemos tenido ingenieros como los vuestros, capaces de producir obras colosales como el acueducto que nos trae el agua desde lejanos manantiales.
–Quizá, pero en la antigüedad tu reino conquistó tierras y pueblos lejanos donde habitaban seres de inimaginable aspecto.
-Quizá, pero tu reino ha producido médicos capaces de encontrar la cura de enfermedades brutales que durante siglos han atormentado al pueblo.
–Sí, pero vosotros habéis tenido eruditos que han estudiado y descrito nuestro idioma determinando que proviene de una lengua antiquísima cuyos orígenes se pierden en la bruma del tiempo y que quizá esté conectada con la lengua de los dioses –dijo la otra.
Así hablaban aquel día, en un intento por reafirmar su reconciliación, sin percatarse de que alguien las seguía a poca distancia. Ese alguien era un forastero que huyendo de la guerra y la pobreza había viajado durante días a través de los mares del mundo y había llegado sin saber cómo hasta la floresta solitaria.
El hombre pronunció unas palabras en una lengua extranjera que las princesas oyeron, pero no comprendieron. Las dos se volvieron al unísono. El hombre pareció maravillado ante las dos damas y se acercó a ellas que, poco acostumbradas a situaciones de peligro, imaginaron que el extraño vestido con harapos, de largas barbas, ojos oscuros y delgada figura, era un asceta de los que se rumoreaba que poblaban las montañas.
–Buen hombre, ¿quién sois? –preguntó una de las princesas en voz baja como si temiera espantar a un animalillo.
El hombre respondió algo en su lengua.
–No nos entiende –dijo la otra en voz baja.
–¿De dónde vendrá? –dijo la primera y volviéndose de nuevo al forastero alzó la voz:
–¿DE DÓNDE SOIS?
–No es sordo, es solo que no te entiende –dijo la otra divertida.
El extraño se llevó la mano a la boca. Las dos se miraron sin saber qué hacer. Nada en su experiencia las había preparado para este momento. Pusieron rumbo a palacio y le hicieron un gesto al hombre para que las siguiera.
***
Dieron de comer al extraño y le buscaron un lugar donde descansar, esperando que al reponerse continuaría su viaje. Pronto se dieron cuenta de que no era aquel el único forastero que se escondía en la floresta. Cada vez menos sorprendidas, procedían de la misma manera: cuando un nuevo forastero les salía al paso, lo llevaban hasta palacio, le daban comer y le buscaban un lugar donde dormir, esperando que al recobrar las fuerzas continuara su camino.
Pronto hubo en cada reino una pequeña flotilla de forasteros de desconocido origen y lengua incomprensible que daban tumbos por los patios de palacio sin saber qué hacer. El asunto comenzó a preocupar a las buenas gentes de tal manera que finalmente los reyes se vieron en la obligación de actuar para aplacar las inquietudes del pueblo y conservar su favor. Lo que hicieron fue poner el asunto en manos de sus respectivos gobiernos puesto que el devenir de unos extranjeros no era algo que les interesara demasiado. Las cortes, con su habitual impasividad y falta de eficacia, discutieron sobre el asunto durante meses, sin llegar nunca a ninguna conclusión.
Entre tanto, las princesas iban alojando a los forasteros en las casas abandonadas de sus respectivos reinos. Además buscaron a maestros desempleados por la falta de niños para que les enseñaran la lengua y los usos del lugar. Ante esto, el rumor del pueblo fue en aumento:
–¡Les dan casas! ¡Todo para ellos! ¡Y nosotros qué!
Finalmente, tal fue el clamor popular que los reyes les prohibieron a sus hijas entremezclarse en aquellos asuntos. Ellas intentaron razonar con sus padres, sin éxito.
Las cortes promulgaron leyes estrictas para impedir la llegada de forasteros. Cuando las leyes fueron insuficientes y las prisiones estuvieron llenas, mandaron alzar alambradas que acabaron por encerrar los dos reinos en cercos de frío alambre de espino.
Las princesas, tristes, cabalgaban hacia la frontera artificial de sus reinos, pero a medio camino se topaban con la guardia real que las obligaba a dar la vuelta.
Una noche, embozadas en trajes del servicio, las dos juntas atravesaron la alambrada.
Nunca se supo más de ellas.
ccalduch©07/06/2020