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La partida

El gato la miraba desde la puerta con el posado triste y a la vez altivo de los gatos, como diciendo A mí plin si no vuelves. Cuando ella le hizo un gesto de despedida, el gato miró digno hacia el otro lado.

Salió Mirna a la calle con el paraguas negro y grande con mango de cuero que había pertenecido a su difunto marido, embozada en un abrigo de alpaca pues estaban en pleno invierno y el cielo estaba tapado por nubes espesas. El abrigo había pertenecido a un marino sueco, de nombre imposible y de poco más de cuarenta años, rubio y con la piel de la cara quemada del sol, que dos años atrás se había dejado caer por el pueblo en busca de trabajo y había pernoctado en su pensión durante un mes.

Tras una deriva enamoradiza del mozo que ella no quiso alentar, en parte por no quedar en ridículo a la hora de la pasión intentando pronunciar el nombre impronunciable del sueco, y en parte por no violentar la memoria de su difunto marido que vigilaba sus pasos con sus ojos pequeños y desconfiados desde su retrato colocado sobre el bufete del comedor, el sueco se marchó dejando tras de sí una nota en mal español –pero no tan malo como para impedirle declararle su amor una vez más– y el abrigo de alpaca, pues ella lo había admirado en cuanto se lo vio y hasta se lo había probado un día. Le quedaba grande, cómo no, pero en el momento en que decidió que se lo quedaría como pago a lo que el sueco le dejó a deber, lo pasó bajo la aguja mágica de su máquina de coser para encogerle las costuras y entrarle los bajos. Con un cinturón que cosió utilizando la tela sobrante, se lo ajustaba a la cintura, y como aquel que dice, no se lo quitaba en todo el invierno. Las malas lenguas decían que era porque el abrigo aún conservaba entrelazado en las fibras el olor a macho del extranjero, pero Mirna no era de las que se dejaban amedrentar por los chismes y se paseaba por el pueblo con el abrigo puesto y la cabeza bien alta, como correspondía.

Mirna se dirigía aquella tarde hacia la bodega frecuentada antaño por su marido y sus acólitos. Su marido, patrón de barco, se había perdido en el mar hacía nueve años durante un huracán que asaltó a traición al pesquero que comandaba, enviando a la fosa marina a sus seis ocupantes, incluido el joven pinche de tan solo quince años, y cumpliendo el precepto de que la muerte no distingue a patrón de marinero. Había habido una vaga predicción al respecto pero Severo, que así se llamaba el interfecto, no hacía caso a los hombres del tiempo y desde su aventajada posición  de experto sin título que le otorgaba haber estudiado durante años en la universidad del mar, desdeñaba a los meteorólogos por ser, según él, pedantes con título pero sin experiencia.

Mirna sí hacía caso a los hombres del tiempo y caminaba con rapidez y decisión hacia la bodega cada vez que el cielo se emborronaba de nubes. En aquella ocasión el viento henchía los bajos de su abrigo, a la vez que ella apretaba contra su pecho el paquete envuelto en papel de aluminio que portaba dentro del abrigo y que desprendía junto a su corazón residuos del calor del horno y un delicioso aroma a pan dulce. Mirna se sabía capaz de recorrer aquel camino en noche cerrada, sin ayuda de faros o linternas. Se movía por el camino con la agilidad de una bailarina como las que venían dibujadas en las postales de cumpleaños que sus antiguas amigas de colegio le enviaban anualmente a pesar de que no se habían vuelto a ver desde que ella decidió, hacía ya un cuarto de siglo, cambiar la sombra inútil de los plataneros y el asfalto pringoso y recalentado de la capital por los caminos de tierra, la brisa del mar en la noche y la sombra generosa de las encinas centenarias.

–Ya está aquí esta –dijo Petra, la dueña de la bodega, a las demás, cuando la vio doblar la calle.

Petra nunca la llamaba por su nombre. Siempre era «esta», «tú» o «muchacha». Inútil era explicarle a la vieja bodeguera que aquel nombre, en honor a Myrna Lloyd, fue una extravagancia de su padre, forofo del cine de la época dorada de Hollywood, y que fue posible llamarla así porque para cuando ella nació las restricciones férreas del registro civil se habían disipado y su padre pudo colar aquel nombre inaudito, aunque tuvo la precaución de cambiar la i griega por la latina para no despertar suspicacias. Por su gusto, Mirna se habría llamado María o Consuelo. Pensaba que así su vida habría sido más fácil.

–Pensaba que tampoco venías –le dijo Petra a modo de reproche desde el otro lado de la reja.

–He hecho pan dulce –se excusó Mirna.

Cuando Mirna entró, Petra dejó caer la reja con un golpe seco, militar, como de guillotina furiosa. Aquella tarde no había abierto. Presentía desde la mañana la tormenta en los huesos y sabía que la tarde sería inútil y que no vendería ni una escoba hasta el día siguiente cuando hubiera amainado y se hubiera diluido el salitre del aire.

Cuando sus ojos se acostumbraron al cambio de luz, Mirna vio que eran solo cinco las reunidas, contándola a ella.

–¿Y Juana? –dijo.

–Está con gota –explicó Delia, la más joven.

Ninguna se creía la excusa.

–Será que la otra vez perdió –dijo Petra con la voz queda, que reservaba para los clientes que le compraban vino de fiado.

–Ella se lo pierde –dijo Virginia fingiendo indiferencia.

–Pues a la próxima me quedo yo también en mi casa que se está muy bien –se quejó Mariana.

–Va, no digas eso, mujer –dijo Virginia.

Se hizo un silencio frío en la bodega. Ninguna se movió.

–Ha pasado un ángel –dijo Delia.

–Ya está esta con sus tonterías –dijo Virginia.

Eran todas mujeres de marinos muertos. En vida de sus maridos acostumbraban a reunirse cuando había mal tiempo para darse valor la una a la otra y rezar por la vuelta de los suyos. Cuando ya no les quedó razón para rezar, se siguieron reuniendo a la primera nube negra que veían echarse a rodar por el cielo como empellidas por un resorte que les hubiera crecido entre las costillas o entre las vértebras, a base de costumbre.

Para romper el hielo, Mirna sacó el pan que aún soltaba algo del calor del horno. Petra sacó una botella de coñac de detrás del mostrador, Delia llevó los vasos y un cuchillo a la mesa y Virginia sacó la baraja de naipes.

–¿Qué, el siete y medio? –preguntó la última.

Asintieron todas con leves gestos de cabeza y algún murmullo. Distraída, Mirna cortó el pan en seis trozos.

–Que somos cinco, muchacha –le recordó Petra.

–Ay, es la costumbre –se excusó Mirna.

Virginia barajaba las cartas mientras Mirna repartía el pan y Petra los vasos.

–Corta, tú –le dijo Virginia a Delia.

–Voy –dijo Delia que acababa de encender un cigarrillo.

Con una mano cortó Delia la baraja mientras con la otra se llevaba el cigarrillo a los labios haciendo tijera como había aprendido a hacer viendo a las otras. A continuación Virginia repartió los naipes.

ccalduch©7Aug2019

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